EL ASALTO A LOS ACORAZADOS
EL COMANDANTE JOSÉ DOLORES MOLAS
(2ª EDICIÓN).
Ediciones RICARDO ROLÓN.
Asunción – Paraguay,
1992 (89 páginas)
INDICE
*. Relato del Comandante Molas
*. Prólogo - JUAN SILVANO GODOI - UNA VIDA NOVELESCA. Por JUSTO PASTOR BENÍTEZ
*. Un Avatar
*. El capitán Ignacio J. Genes
*. Pasaje de Humaitá por la escuadra brasilera, 19 de Febrero 1968
*. Asalto a los acorazados
*. El Mariscal López trabajando
*. El Mariscal López abandona Paso Pucú
*. Una frase de Napoleón
*. López desembarca en Timbó
*. Seis años después—Segunda revolución de General Caballero
*. El Comandante Molas en Carapeguá
*. El teniente Aquino es citado por su Comandante
*. El Salto mortal
*. Duelo personal y muerte de Aquino
*. Batalla campal en Campo grande, 12 de Febrero de 1874
*. El Comandante Molas decide la victoria
*. El General Ferreira
*. El ministro de Hacienda Juan B. Gill reaccionario
*. Intromisión brasilera en los asuntos políticos del Paraguay
*. Golpe de Estado
*. La dignidad de la Nación Paraguaya flota sobre las huestes revolucionarias del Comandante Molas
*. José Dolores Molas General en jefe de la revolución
*. El general Caballero embajador del omnipotente ministro Gill
Caballero se resuelve por la revolución
*. Famosa circular que comprueba la deslealtad de los viejos generales
*. El facsímile
*. Sorpresa al general Serrano. Las fuerzas gubernistas son copadas
*. El Comandante Molas es dueño del Paraguay
*. Célebre documento de abyección y claudicación ciudadana
*. Palabras del autorizado hombre público don Jaime Sosa Escalada
*. Molas y Goiburú reorganizan el Ejército Revolucionario
*. El Ejército Imperial sale a batir a la revolución paraguaya
*. Circular del ministro Juan b. Gill
Fin del Índice
EL ASALTO A LOS ACORAZADOS
EL COMANDANTE JOSÉ DOLORES MOLAS (*)
(*) El comité supremo de la revolución de Abril, ejerciendo imperium, confirió el tres del mismo mes la jerarquía del teniente coronel al ciudadano don José Dolores Molas. Sargento mayor del Ejercito Nacional.
IMPORTANTE: SE RESPETA LA GRAFÍA ORIGINAL
I
El domingo 1º de marzo de 1866 se levantó muy temprano el mariscal López en su cuartel general en Paso Pucú. Tomó en seguida mate, salió al patio y se puso a recorrer a largos pasos el perímetro interior y exterior de la morada que habitaba hacia varios años, desde que asumió el mando supremo de los ejércitos.
Su aspecto era sombrío y caviloso como el de una persona hondamente perturbada por problemas de extrema gravedad, cuya difícil solución torturara su alma. Tácito lo hubiese conceptuado un avatar, la reencarnación retardada de aquellos temibles consulares del primitivo patriciado quirite -descendiente directo de los Mario, Lucio, Sila o Catalina- despidiéndose silencioso de sus penantes familiares la víspera de abandonar su añoso hogar para emprender uno de esos éxodos militares perturbadores, e ir a hacer pesar sobre naciones y pueblos su sangriento destino.
Hacia las nueve de la mañana regresó a su despacho. Se detuvo un momento frente a la célebre ‹‹casamata››; llamó al capitán Argüello y le dio instrucciones a su respecto. Esta sólida construcción estaba formada de vigas de urunday i tayí inmediato al costado sub del enorme paredón de noventa pies de largo, treinta y seis de ancho y dieciocho de altura que hizo levantar para su casa de los bombardeos brasileros del campamento de Tuyucué.
En los corredores del estado mayor le esperaban muchos jefes y oficiales, entre éstos el capitán Genes. El mariscal ocupó su asiento en su escritorio e hizo pasar a Genes.
- ¿ Está todo listo, capitán?, pregúntole.
- Todo listo, señor, contestó, presentando a López un pliego de oficio en el que estaban escritos doscientos ochenta y ocho nombres de personas expresamente escogidas.
El mariscal leyó atentamente la lista y al llegar a José D. Molas, inquirió:
- ¿ Y el alférez Molas es buen nadador?
- Así me lo ha dicho él, señor, con muchos deseos de formar parte de la empresa.
- Este muchacho es muy animoso y decidido.
Téngalo cerca de Ud., encargó López.
- Así lo haré, señor, respondió Genes.
El mariscal sacó de su carpeta un papel sobre el cual estaba revelado el río Paraguay desde Humaitá a Curupaitíc. En el punto medio de ambas fortificaciones, más próximo a Humaitá, se veían los acorazados ‹‹Cabral›› y ‹‹Herval››, que formaban la vanguardia de otros, y eran los que bombardeaban continuamente la hermosa iglesia que tenía a la vista.
- Vea, capitán-observó el mariscal a Genes, que permanecía cerca del escritorio, de pie, con el kepis en la mano-las canoas deben estar de a dos, separadas una de otra veinte varas, amarradas de sus cabeceras con una cuerda. Es necesario además, una vez en movimiento, mantener paralelas equidistantes durante la marcha, no solamente una embarcación de otra, si no también en igual orden los demás grupos de canoas que enfilarán de fondo; y es sobre todo indispensable, calcular exactamente que el centro de la cuerda vaya a tocar la proa del acorazado, casa que cada canoa ocupe sus costados por el efecto natural de la acción de la corriente del río.
De esa manera, señor, hemos practicado los ensayos.
- Muy bien, esta noche le esperaré que me anuncie el resultado. Esos acorazados yo los mandé construir en los astilleros de Europa, y se pagó la primera cuota de su importe. Si posteriormente fueron a parar en poder del enemigo, ha sido por la negligencia imperdonable de nuestro entonces ministro Bareiro. Finalmente todavía no es tarde y podemos recuperarlos. Dios protege las causas justas y las empresas valerosas, le dijo López, despidiéndolo con un ademán.
El mariscal quedó sumergido en profunda abstracción durante largo rato. Nadie mejor que él conocía su desesperante situación. Su salvación-su poco menos que improbable salvación-dependía en ese angustioso momento de la inverosímil fantasmagórica aventura, confiada a la sublime abnegación de un obscuro i modesto oficial.
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En la fecha indicada se hallaba completamente flanqueado, rodeado y bloqueado, dentro de su cuadrilátero de fortificaciones, por agua y tierra.
El duque de Caxias había cruzado el Ballaco y ocupado Tuyucué con treinta y cinco mil hombres, extendiéndose hasta San Solano. En seguida de derrotado y corrido el general Caballero, tomaron y artillaron los brasileros guardia Tayí con catorce piezas de artillería y una guarnición de seis mil soldados, dejando de reserva entre San Solano y sus cercanías otra división de diez mil hombres de las tres armas. Conquistaron después el reducto Cierva sobre el Arroyo Hondo y la batería que cerraba en el monte la entrada del Potrero Obella. En la madrugada del 19 de febrero los acorazados forzaron al fin el paso de Humaitá, y dominaban en absoluto el río, al que hasta atravesaron con una cadena, dejando encerrado a López en un círculo de hierro. El mariscal no disponía sino de veinte mil muchachos y viejos, y los aliados contaban con cincuenta y cinco mil excelentes soldados.
A los ocho de la noche, aprovechando la circunstancia de que no había luna, Genes preparó su expendición al sud de la batería Londres. Alineó y tripuló sus canoas, unió sus proas por medio de cabos resistentes, de dos a dos, guardando la distancia convencida; ocupó el centro del río, y se dejó llevar suavemente por la corriente, gobernando los timoneles la trayectoria a recorrer.
Cada soldado iba armado de largo y afilado sable; algunos llevaban además hachas de abordaje, y otras granadas de mano y cohetes para arrojar por las troneras al interior del barco.
El capitán Ignacio J. Genes-modesto y silencioso, esbelto, alto de estatura, cutis blanco tostado por el sol, pelo negro lacio, varonil figura de hombre, de miembros acerados y fuerza hercúlea-ocupó la segunda canoa de la primera fila que debía recostarse a babor del acorazado, llevando consigo al joven alférez Molas. (1) Entonces aquella extraña y singular expedición, sin precedente en la historia-más importante y misteriosa que la de los Argonautas-se deslizó suavemente, casi por la acción sola de la corriente, a son de camalote, sin despertar el menor ruido, sin que se oyera un rumor, una voz hasta tocar el centro de las cuerdas de las canoas sobre la proa del ‹‹Cabral››.
Al tenderse sobre el costado de babor la canoa en que iba Genes, éste de un salto se puso, sable en mano, sobre la cubierta del acorazado.
A noventa centímetros de él estaba el alférez Molas. En ese mismo instante se produjo algo horrendo, inimaginable: una espantosa escena de caos, de confusión y sangre. El buque acababa de ser invadido como por ensalmo, de ultra tumba, por espectros airados armados de acero que esparcía la desolación, el espanto, la muerte.
Cuerpos humanos que se atropellaban, se abrazaban, se estrujaban, se mordían, saltaban y caían desplomados. Cabezas de hombres que se desprendían del tronco y rodaban por el pavimento rechinando los dientes. Brazo, fragmentos palpitantes que estorbaban, eran pisoteados, se desparramaban por todas partes, se llevaban por delante.
1.- Este oficial adolescente, sargento 1º en la batalla del Estero Bellaco, había salvado con riesgo de su vida la bandera de su regimiento. Fue con ocasión de esta hazaña que el mariscal López lo ascendió a alférez y le nombró su ayudante.
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Los paraguayos no fueron sentidos ni vistos por los vigías brasileros a consecuencia, posiblemente, de la obscuridad de la noche. La oficialidad, entre ella el jefe de la división de acorazados y el comandante del ‹‹Cabral›› se encontraba sobre cubierta tomando café. Estaban además gran parte de la marinería, empleados subalternos y clases.
Genes levantó rápido su sable, manejado por su musculatura poderosa y, cada vez que lo dejaba caer, tumbaba hombres agonizantes, como el segador en sus faenas telúricas, aventa por los aires de un golpe de hoz deleznable hierba. Una racha de gente enloquecida por el terror, que huía y se defendía como podía, separó a Molas quien por su parte hería y mataba y era herido.
Salieron tiros de carabina y metralla de las torres blindadas, pero los paraguayos consiguieron apagar brevemente sus fuegos arrojándoles por las troneras granadas de mano y cohetes.
Duraría próximamente cuarenta minutos aquella terrible y anónima matanza. Perecía que todos los enemigos estaban aniquilados a excepción de los que en el primer momento ganaron la bodega del barco. La cubierta del acorazado estaba completamente empapada en sangre y sembrada de cadáveres y miembros humanos.
El sable del capitán Genes al chocar contra un cuerpo duro había saltado en pedazos, siendo acto continuó abrazado de atrás fuertemente, a la vez que le hería, de una puñalada en el ojo izquierdo. Cazó y apretó la mano que le hirió como con pinza de acero; tendió a sus pies de un golpe de puño -desarmado como estaba-al enemigo invisible; se arrojó sobre él y lo acribilló con el mismo puñal, hasta que tropezando su punta contra el pavimento de hierro, se partió en dos.
Genes, sobreponiéndose al intensísimo dolor de su herida y chorreando sangre, avanzó en busca de la escotilla, donde encontró al maquinista que les acompañaba y un grupo de subalternos que acababan de abrirla. En esas circunstancias y cuando se aventuraban algunos hombres a penetrar en el interior, se sintieron inopinadamente descargas de cañón y las metrallas del ‹‹Herval›› barrieron la cubierta del ‹‹Cabral››, que ya estaba en poder de los victoriosos asaltantes.
El acorazado ‹‹Herval››, que se hallaba con los fuegos encendidos, dándose cuenta de lo que ocurría abordo del ‹‹Cabral››, había dejado su fondeadero, se había aproximada a éste, y ametrallado su cubierta. Otro acorazado se acercó y bañó abundantemente con agua caliente al ‹‹Cabral››. El capitán Genes, comprendiendo que la empresa estaba malograda, ordenó a sus compañeros sobrevivientes se arrojaran al agua.
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Molas, con tres heridas de arma blanca y sin saber nadar, se aproximó a la borda de estribor y se puso a mirar la corriente del río, pensando en la forma de salvarse. Estaba en esa preocupación cuando escuchó una voz que le decía en guaraní, ‹‹Abra los brazos Paí Loló››; al mismo tiempo que era levantado en el aire y arrojado sobre uno de los camalotales que pasaban por el costado de la nave. Inmediatamente se produjo la caída de otro cuerpo a su lado. Era Genes, que empezó a remar con el brazo derecho, arrastrando el grupo de camalotes hacia la costa paraguaya.
Media hora después tocaban tierra, tres cuadras abajo de Curupaitíc.
Apenas ascendieron la barranca, fueron requeridos de un grupo de guardias.-‹‹Ayudantes del mariscal!››, respondió Molas. El jefe de día de la sección los acompañó a la guardia del fuerte. Di allí se elevaron dos cohetes de luces blanca y roja, contestando del cuartel general con otros de luces azul y amarilla. Se presentó el nuevo comandante de Curupaitíc, Pedro Gill, con dos caballos ensillados, un oficial y un sargento también montados, y partieron al galope a Paso Pucú.
Sería cerca de las dos de la mañana cuando llegaron a la casa de López. El mariscal no se había acostado. Trabajaba en su secretaría con varios escribientes, y los recibió en seguida. Al ver a Genes cubierto de sangre, apretándose la cuenca vacía del ojo izquierdo con un pedazo de tela, le interrogó:
¿La fortuna, capitán, no nos ha acompañado esta vez?-Señor, se me rompió el sable, contestó Genes, presentándole la guarnición que conservaba en la mano.
Era todo el parte oficial que daba al supremo generalísimo de aquella tenebrosa mortal acción de guerra, cuyos detalles hacen parar de punta los cabellos, Genes, sincero, y de poquísimas palabras, quiso significar a López, muy de buena fe, que sin la rotura de su sable -sin ese tropiezo serio de haber quedado desarmado- El acorazado brasilero estuviera ya a esas horas amarrado en el apostadero de Humaitá.
Tomó el mariscal la guarnición que le presentaba, diciéndole: ‹‹Conservaremos en nuestro Museo, a fin de que la posterioridad conozca las hazañas de que fueron capaces sus mayores. Mañana enviaré a Ud. Una espada de honor››.
Se informó de las heridas de Molas. Llamó al ayudante de servicio y les hizo acompañar al hospital de oficiales, con orden se ser urgentemente atendidos. Despachó a sus escribientes, se recostó y durmió tranquilamente.
Al rayar el alba del día siguiente, estaba en pie. Recibió, despachó e impartió órdenes a sus generales y jefes superiores con vertiginosa rapidez. Conservó con Brugués, Resquín y Barrios.
Sus instrucciones eran concretas, precisas, terminantes, muchas por escrito. Al coronel Alén, nombrado recientemente jefe de Humaitá, entregó un oficio lacrado que debía abrir en época fija determinada. Muy lejos estaba en aquel momento de la mente del inteligentísimo oficinista, distinguido soldado, de que aquel pliego cerrado le costaría la vida! Ya al retirarse le previno el mariscal que luego comerían juntos en Humaitá.
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Cuando se hubo quedado solo salió al jardín y reanudó su habitual paseo. Estaba definitivamente tomada la más transcendente de todas sus resoluciones durante la guerra, urgido por las circunstancias fatales a que se veía reducido, y el fracaso de la expedición de Genes, su postrer esperanza. Iba a abandonar al enemigo sus inexpugnables fortificaciones y la parte más importante y estratégicas de los territorios de su patria que con tanto heroísmo defendiera cuatro años consecutivos.
Destilaron por sus mejillas, mentalmente, gotas de sangre. ¡Cuánto dolor y contrariedad torturaban su inmenso, su monstruoso orgullo ante tamaña humillación! Se agolpó a su memoria- y cuán amargo sería el arrepentimiento de haber rechazado, después de terminado y aceptado formalmente-el honrosísimo tratado de paz que le obtuvo de los aliados el caracterizado gentleman M. Gould, secretario de la legación británica en Buenos Aires, seis meses antes.
Por este tratado era López mismo quien imponía y celebraba la paz. El artículo cuarto decía textualmente: ‹‹Los ejércitos aliados se retirarán del territorio paraguayo y las fuerzas paraguayas desalojarán los puntos por ocupados por ellas en el territorio brasileño, tan pronto se haya firmado el presente tratado de paz.
El artículo 5º: ‹‹No se demandará indemnización alguna por los gastos de la guerra.
Art. 6º Los prisioneros de guerra de ambas partes beligerantes, serían puestos en libertad inmediatamente.
Atr. 8º Su Excelencia el mariscal presidente, apenas concluido el tratado, se retirará, dejando el gobierno en manos de S.E el vice-presidente, quien según las prescripciones de la constitución de la Republica, queda con el mando en casos análogos.
El artículo segundo declaraba: ‹‹ Los poderes aliados reconocen de la manera más solemne la independencia e integridad de la República del Paraguay››.
Como se ve, el Paraguay por este tratado conservaba su perfecta soberanía e integridad territorial; y López se retiraba a Europa con todos los hombres de la guerra, llevándose su ingente fortuna. Entonces posiblemente su antiguo médico (el inglés) no se hubiera atrevido convertirse en escrushante para escamotearle sus doscientos mil libras esterlinas depositadas a su nombre en el Banco real de Escocia.
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Al obscurecer el mariscal montó a caballo y se alejó para siempre de Paso-Pucú; pero antes envió una hermosa espada al capitán Genes y su patente de teniente al alférez Molas. Esta separación fue la más dolorosa, la que más tocó su corazón, después de la despedida del 8 (El carrasco Centurión dice el 9) de Junio de la Asunción, la ciudad famosa del doctor Francia y Carlos Antonio, la capital predilecta amada de los tiranos.
El capitán Arguello se presentó con dos compañías de zapadores e hizo desarmar la ‹‹casamata››. Las numerosas y pesadas vigas fueron transportadas la misma noche a Humaitá; y los nueve pies de tierra que cubrían su techumbre y los dieciocho que le servían de muro, esparcidos por el suelo, sin dejar vestigio de aquella verdadera caja fuerte.
López comió con apetito, aunque apenas habló. Devanaba su memoria buscando algún pasaje histórico en la vida de los grandes hombres de guerra con que justificar si huida con aparente verdad, ante sus tenientes; y no encontrando nada semejante a su situación, pensó explicarla en forma paradójica, cual si se tratara de simple medida de pasajera conveniencia, sin atribuirle importancia fundamental.
A los postres llegaron sus generales y les invitó con café y licores. Próximo a dejar la mesa les dirigió la palabra:
‹‹Vamos a obligar al enemigo a cambiar de campamento, les dijo. En las posiciones actuales, por lo apartado y extendido de sus líneas, no podemos aniquilarlo de un solo golpe. Necesitamos sacar de aquí y llevarlo a un punto estratégico donde conseguimos atacarle en bloque y batirlo definitivamente en una sola acción. Entonces volveremos a comprar en el sitio que mejor nos convenga.
‹‹En una noche como ésta, el 1º de diciembre de 1805, hace sesenta y tres años, se encontraba el capitán del siglo en casi análoga posición que la nuestra con setenta mil franceses, circunvalado por dos ejércitos poderosos de más de cien mil soldados rusos y austriacos comandados por sus respectivos emperadores.
‹‹Cuando hubo el general Bonaparte terminado su maravilloso plan de batalla, se presentó en las avanzadas de sus líneas a practicar de visu un reconocimiento y cerciorarse personalmente de las posiciones que ocupaba el enemigo, cuya posible retirada le preocupaba.
‹‹A pesar de que manifestó el deseo de practicar el recorrido de incógnito, al enterarse sus soldados de la presencia del emperador, se iluminó repentinamente todo el campamento con millares de improvisados hachones de paja; y cincuenta mil soldados al frente de sus águilas se le exhibieron, aclamándolo con entusiastas hurras y prometiéndole que al día siguiente le ofrecerían un ramillete.
‹‹Un granadero, viejo veterano, avanzó y le dijo:‹‹Señor, no tendrás necesidad de exponerte; yo te prometo en nombre de los granaderos del ejercito, que no te verás en la precisión de pelear sino con la vista, y que mañana te traeremos las banderas y la artillería de rusos y austriacos para celebrar el cumpleaños de tu coronación.
‹‹Napoleón despidiéndose les contestó: Esta es la mejor noche de mi vida.
‹‹Al día siguiente, a raíz de la victoria más prodigiosa de la historia, le presentaron cuarenta y tres banderas y las cuatro quinta parte de la artillería de ambos emperadores coligados, como el ramillete prometido la víspera››.
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El mariscal López se dirigió al puerto cerca de la media noche y se embarcó con su comitiva en quince botes que le esperaban. Navegó aguas arriba a remo sin que fueran óbice los acorazados brasileros, y descendió sano y salvo en la fortaleza de Timbó entre Humaitá y el río Bermejo en el Chaco la madrugada del martes tres. Esta miopía, ceguera o descuido de la escuadra brasilera importó dos años más de derramamiento de sangre el saqueo de la Asunción, el aniquilamiento de su aristocrática sociabilidad y la destrucción total del Paraguay.
López estableció provisoriamente su cuartel general a dos kilómetros y medio al norte de Timbó. Promovió allí al grado inmediato a su ayudante de confianza el comandante Francisco Martínez, y lo despachó en calidad de segundo jefe a Humaitá, llevando comunicaciones al coronel Alén y las patentes de teniente coronel a los capitanes de marina Cabral y Gill, nombrados igualmente tercero y cuarto jefes de aquel punto.
Estaba ya el mariscal en al Tebicuari cuando recibió la noticia de que el coronel Alén se había descerrajado un pistoletazo y encontrábase moribundo. La causa de tan extrema resolución fueron las instrucciones secretas que le dejó en Paso Pucú dentro del pliego cerrado. Mandó López inmediatamente una orden por telégrafo para que se le cure, se le atienda y se le remita. ‹‹ese traidor›› a su nuevo campamento.
En San Fernando compareció ante un tribunal de jueces sin conciencia presidido por el presbítero Fidel Maíz, el cual lo juzgó, le sometió al cepo uruguayano y le condenó por el crimen de alta traición, siendo fusilado por la espalda.
De esta manera pereció el coronel Paulino Alén, el más instruido de los militares de su tiempo, sobresaliente oficinista, versado en derecho administrativo, insuperable jefe de secretaría, que trabajó con el general López once años y mereció su amistad, su confianza ilimitada.
El coronel Alén era pariente del conocido tribuno argentino doctor Leonardo N. Alén, aún cuando escribieron con distinta letra la última de su apellido.
II
Han trascurrido seis años. Durante este lapso el Paraguay fue aplastado, talado hasta sus cimientos y reducido a escombros por la Alianza Tripartita. Posteriormente volvió a resurgir de sus cenizas, creó un gobierno provisorio nacional, se convocó la convención constituyente que dictó su libérrima carta política. Bajo sus auspicios se estableció el orden, la justicia, la libertad y también se eligió el primer mandatario prevaricador. (Salvador Jovellanos)
Comenzaba el año de 1874 y una segunda revolución estalló, invadiendo del extranjero el territorio contra el desprestigiado gobierno de Salvador Jovellanos y su desalmado ministerio. El comandante Molas en la fecha sargento mayor, representante armado i vanguardia del movimiento, llegó a la Villa del Pilar a objeto de entrevistarse con su autoridad superior.
El coronel Genes, delegado y jefe político del departamento de Ñeembucú, bastante disgustado por las graves y públicas acusaciones que se enrostraban al gobierno: de que tanto el presidente de la república como sus ministros, se llevaban a sus casas, de dos, tres y cinco, los cajoncitos de a mil libras del empréstito, sin abrirlos siquiera ni tomarse de ellos razón en la contaduría nacional-al encontrarse con su antiguo compañero de los tiempos épicos de la gran guerra -se entendieron fácilmente, pronunciándose por la causa revolucionaria.
Avisado el general Caballero, que permanecía en Corrientes, nombrado jefe del movimiento, se trasladó el dos de Enero con sus amigos al Pilar, donde le hizo entrega el coronel Genes de las pocas fuerzas y elementos de que disponía. I siendo urgente levantar y poner en pie de guerra una respetable masa de gente, y confiándose en absoluto en la actividad, prestigio y competencia de Molas, fue despachado prontamente con plenos poderes, para recorrer los departamentos centrales de la república y reunir y organizar un ejercito con que batir las fuerzas de Jovellanos- el gran estafador del empréstito -que disponía de algunos batallones disciplinados desde la revolución anterior del 22 de marzo.
Un vaporcito de la revolución el trajo con ocho y diez correligionarios aguas arriba, desembarcando entre Villa Franca Nueva y Villeta. De allí de dirigió burlando a las autoridades locales a Carapeguá, donde lo recibieron espléndidamente. Esta villa y cabeza del departamento tiene consagrada reputación merecida de pueblo altivo y valiente, y había ya servido de centro y cuartel general de los revolucionarios, en otra ocasión, contra el rapaz e inmortal del presidente Jovellanos. Los carapegueños de particularizan por rasgos prominentes: independencia en sus actos cívicos, decisión consciente y lealtad a carta cabal.
Una vez el comandante Molas entre esta gente varonil, honrada y llena de entusiasmo, da comienzo a su reconocida actividad, desafiando impávido a todo el poder del gobierno central. Imparte órdenes, distribuye sus instrucciones, despacha chasques de día y noche, cambia, nombre, remueve autoridades, invoca la constitución, el derecho inalienable de los pueblos, anatematiza a los públicos y a los traidores; recorre personalmente la campaña y los departamento, pone en movimiento el país y llama a las armas a la nación. A los diligentes les ofrece premios y a los remisos les muestra el sable en forma airada con fulminantes amenazas. Y como el ministro de la guerra de Jovellanos recorriera por su parte Caapucú y las Misiones procurando reunir conscriptos, comunica el suceso a Caballero en el Pilar: y un vaporcito, el mismo de la revolución comandado por el capitán Ildefonso Benegas, penetra rápidamente por el río Tebicuarí llevando a su bordo un núcleo de jefes y oficiales y buena cantidad de armamentos hasta el paso de Sante María, donde ponen pie en tierra, reúnen saldos que espontáneamente se ofrecen, y toman entre dos fuegos al ministro Cabrizas, a quien infligen vergonzas corrida.
En medio de esta proficua y complicada labor le ocurrió a Molas un inesperado y serio incidente, provocado por un agente secreto del gobierno de la Asunción, que por poco tuvo resultado fatal para él y la revolución.
Al segundo día de su llegada a Carapeguá se presentó a ofrecerle sus servicios un experimentado soldado de la pasada guerra a quien él de antiguo conocía. Era éste el teniente Aquino, uno de los compañeros sobrevivientes del renombrado sagaz guerrillero capitán Bado, muy apto, inteligente y de un valor legendario, que había en los tiempos memorables obtenido la confianza del mariscal López, quien solía encomendarle comisiones arriesgadísima, como la de buscar noticias de los ejércitos aliados por medio del secuestro de centinelas.
Aquino, descendía en su origen de la clase de color, y aunque muy lejos de ser un Manuel Piar, le animaba el mismo espíritu inquieto e indisciplinado y el coraje temerario del malogrado héroe del Juncal y de San Félix. Y el comandante Molas, alma fuerte y confiada, incapaz de suponer duplicidad ni alevosía en un valiente, lo recibió con los brazos abiertos, dándole incontinenti destino y ocupación principales en el vasto movimiento a que tenía sometidos los partidos y pueblos departamentales.
Mas he ahí que una prima noche es avisado, mientras estaba comiendo, que el teniente Aquino, cuyos procedimientos le fueran ya denunciados como sospechosos, había reunido disimuladamente en una quinta próxima dieciocho o veinte hombre de su predilección, con el propósito de caer sobre Molas de sorpresa, secuestrarlo y llevárselo al campamento enemigo.
Molas dejó la mesa y se trasladó acompañada de cuatro oficiales al local donde tenía instalado su despacho, e hizo citar con un ayudante a Aquino para que se presentase a recibir órdenes. El edificio que ocupaba constituía un rectángulo que se prolongaba de poniente al este con dos frentes interiores norte y sur, y dos patios independientes que se comunicaban por el oeste de la casa separada tres metros de la muralla que daba a la calle. El mojinete del levante estaba rodeado de naranjos y un cercado de madera dura.
La pieza principal, una vasta sala, donde trabajaba el jefe revolucionario, se comunicaba por dos paralelas con ambos patios; pero sólo un portón ubicado en el primer patio daba acceso al exterior. El comandante hizo pasar al segundo patio a sus oficiales con sus cabalgaduras, y él se quedó en la sala con un joven de la capital perteneciente a familia distinguida, que por simpatía a su causa le acompañaba. El montado de dicho caballero, lo mismo que el propio de Molas, ensillados y listos, estaban también en el patio norte con los demás.
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Molas se paseaba por el corredor, un poco impaciente, cambiando algunas que otra palabra con el joven asunceno, que estaba parado cerca del umbral de la puerta, cuando llegó y penetró al patio, a caballo, el teniente Aquino. Venía solo, armado de lanza, espada y revólver.
Echó pie a tierra, clavó su lanza en el suelo y avanzó hasta dos metros de su jefe, saludando militarmente. El comandante le contestó, y dirigiéndose a su despacho, lo invitó a pasar adelante.
-Entre, teniente, que tenemos que hablar.
-Ordene, comandante, contestó Aquino, sin moverse de donde estaba.
-Pase, entre, reiteró Molas.-Ordene comandante, insistió Aquino sin variar de posición.
Entonces el comandante Molas, golpeando el pavimento con la punta del pie derecho: -Ordeno a Ud., teniente Aquino, que entre››, le dijo imperativamente. El insubordinado subalterno, que se consideraba descubierto en su intriga, por única contestación recogió su lanza, montó a caballo y escapó.
Más que ligero, Molas cruzó la sala y estuvo también a caballo, saliendo en persecución del infidente Aquino. Este, que no había visto el caballo del joven asunceno, no supuso tampoco que Molas tuviera listo el suyo; así fue que se retiró sin las mayores precauciones que las graves circunstancias requerían. Apenas su hubo encontrado en la calle cuando distinguió en la obscuridad un gran bulto que se le venía encima y comprendió que era su comandante. Hizo girar su montado y lo recibió con la lanza en ristre, cuya punta desviada por el sable de Molas, cortó el chaleco y cadena de su reloj, agujereó su americana, penetró por el costado izquierdo y le rasguñó levemente el brazo del mismo lado. Molas hizo saltar su caballo, llegando por el flanco derecho a atropellar el montado de Aquino i le descargó tremendo sablazo que le cortó la mejilla izquierda interesando seriamente la mandíbula inferior. Rápido como el pensamiento acuchilló Molas de otro hachazo que le abrió el antebrazo del mismo costado a su adversario.
Aquino preparó su arma e iba ya a lanzarse a cuerpo perdido sobre su jefe, cuando sintió tropel de caballo y distinguió nuevas proyecciones de sombras que se encaminaban a su dirección; y aunque él se sentía con aptitud y sobrado coraje para batirse con el grupo, en el que propiamente no veía sino un adversario temible, se le ocurrió en ese supremo momento-sin preocuparse poco ni mucho de sus heridas-tentar si podía arrastrar a sus perseguidores tras sí hacia el lugar en que tenía reunida su gente, y partió al galope rumbo al noreste. Molas presintió su intención y adelantándose con sus compañeros por un desvío que permitía la bifurcación del camino, le recibieron por el flanco derecho a tiros nutridos de revólver que de su parte Aquino devolvió inmediatamente; pero penetrándose de la imposibilidad de llevar a cabo su propósito-porque las descargas repetidas de armas de fuego pronto atrajeron a los guardias del cuartel -ya no pensó sino en ponerse a salvo.
El teniente Aquino enderezó su caballo al oeste buscando los impenetrables esteros de Ipecuá, en la confianza de cruzarlos y encontrar por allí refugio en el campamento gubernista. Molas, seguido siempre de sus oficiales, se lanzó tras del fugitivo, llegando por ratos a alcanzarle y cambiar sendos sablazos y estocadas a tientas, sin verse apenas. Inesperadamente iba a presentarse un momento fatalmente decisivo para perseguido y perseguidores.
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Como a tres kilómetros de la población existía un prolongado zanjón de dos a tres metros de ancho por otro tanto de profundidad. Al centro de ese precipicio se encaminó Aquino y, como a cincuenta metros de distancia, apretó sus espuelas a los ijares de su excelente montado, se echó sobre el cuello del animal, le largó las riendas y partió como una exhalación, decidido a perecer o verse libre de la implacable persecución que comenzaba a agobiarle.
Sacudió si crin flotante el noble bruto, estremeció todo su cuerpo, paró de punta las orejas y dio el salto mortal con perfecto éxito. Aquino conmovido abrazó a su caballo cubierto de espuma; mas en es mismo instante hizo retemblar el suelo a su rededor el desplome de otro jinete, cuya silueta presintió precipitarse sobre él. Era el comandante Molas-digno de aquella aventura y digno de medirse, no diremos con el teniente Aquino, sino con el mismo capitán Bado, con Valoy Rivarola, Montiel, Fleitas o Genes-que a su vez acababa de salvar el abismo.
Aquino bastante sorprendido, porque no esperaba que su desesperada acción hubiera sido imitada por otro alguno, dio vuelta su montado con viveza en actitud ofensiva, y tiró a tintas feroz lanzada; pero chocando con el sable del comandante que a su vez descargaba terrible golpe, desvió su dirección yendo a enterrarse entre el recado y el lomo del caballo de éste donde quedó el acero clavado, torcido y roto.
La lucha ahora se convertía en un duelo personal a muerte, de hombre a hombre, con armas iguales. Aquino de mayor musculatura y fuerza física y llevando en edad casi el doble de años a Molas, acostumbrado a combate desiguales en los cuales, en ocasiones dadas, se batía al lado de su antiguo jefe, en el regimiento de los ‹‹Acamorotí›› contra cuatro, seis y ocho aliados, sintió secreta alegría por encontrarse solo, mano a mano, con el prestigioso caudillo a quien se propusiera secuestrar. Y ya que esto se hacía irrealizable, se conformaría en último resultado con darle muerte: lo que se parecería bastante a su primitivo e importaría su justificación ante el compromiso contraído.
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Molas contaba a la sazón veinticinco años: de mediana estatura, delgado pero admirablemente formado, el pecho ancho bien desarrollado, de cutis blanco, sangre ariana y aire d persona de distinción, Serio, comedido y discreto. Temerario y de asombrosa agilidad en la acción, jinete sobresaliente de rapidísimos movimientos y apto en el manejo de las armas. Era temido, muy considerado y más que querido idolatrado. Poesía el don de gente y aunque a la inversa de Goiburú, ordenaba con suavidad, era sin réplica y eficientemente obedecido.
Ahora bien: la pérdida de la lanza fue una verdadera fatalidad para Aquino, quien arrojó con ira el fragmento que todavía conservaba para echar furioso mano a su espada; mas no con la necesaria prontitud que le permitiera evitar un certero golpe de Molas. En un segundo choque los caballos se encabritaron, se cruzaron las patas delanteras, se estrecharon, cual si tomaran parte en las pasiones de sus amos. Los combatientes se juntaron, se tocaron repetidas veces, estuvieron a punto de abrazarse; y como los revólveres estaban descargados, la lucha continuó a arma blanca, con afilados sables, iluminando la lúgubre escena en aquella noche profunda el chisporroteo que dejaba escapar el encuentro de los aceros.
De improviso hirió sus oídos el tropel de cabellos y Aquino, comprendiendo que los ayudantes de Molas se aproximaban, arrancó a escape en busca de los tembladerales del Ipecuá equiparados apropiadamente a los abismos de Bahr-el-safí. Molas y sus oficiales de largaron tras él, resueltos a no darle tiempo.
Ya no se trataba de un combate más o menos equilibrado o con alternativas dudosas y la confianza en un éxito final, sino de la caza que desde ese momento comenzaba. Aquino sin su lanza, con muchas heridas graves y abundante hemorragia, ya estaba lejos de ser centauro indomable, invulnerable e invencible de los pasados tiempos. El se dio exacta cuenta de su impotencia y lloró amargamente; pero era el último sobreviviente de aquellos soldados de hierro que no tenía orden de rendirse y continuó combatiendo. El joven asunceno que se le había aproximado, le hirió de una estocada de consecuencia.
Los rozamientos y ataques vigorosos siguieron no obstante sucediéndose todavía durante dos a tres kilómetros. Aquino se sintió desfalleciente, se resigno a morir: consagró su último pensamiento al ‹‹portentoso mariscal López››, cuyo trágico y alevoso fin rememoró en su memoria i cerró los ojos. Ya no contestaba a los golpes que recibía, pero continuaba a escape sobre su soberbio caballo. El comandante Molas, que sintió sus quejidos, se había quedado atrás.
El joven asunceno volvió a acercársele y le dio la última estocada. Repentinamente se desplomó Aquino de su montado al suelo. Inmediatamente le rodearon alumbrándole con fósforos. El intrépido y malogrado soldado veterano estaba yerto, y presentaba su cuerpo a simple vista, catorce heridas, la mayor parte grave. Hacía por lo menos veinte minutos que su cadáver había ido resistiendo los asaltos. Su sable mellado y ensangrentado lo conservaba en su crispada mano.
Molas secuestró de entre la ropa de Aquino su correspondencia particular con el gobierno de Asunción, que comprobaba su inteligencia secreta con el presidente Jovellanos.
Retiró asimismo de sobre su cuerpo inanimado, un cinto de cuero profusamente adornado con monedas de plata y con algunas libras esterlinas adentro; todo lo que el caudillo revolucionario remitió a la hermana del extinto, María Marta Aquino.
El antiguo teniente de López, José Manuel Aquino, había sido ascendido a capitán por el presidente Jovellanos, en la ocasión de confiársele el temerario y alevoso cometido, cuya ejecución le costó la vida.
Dos semanas después del luctuoso acontecimiento llegaban a Carapeguá los más tarde generales Germán Serrano, Patricio Escobar, Ignacio Genes, Juan Bautista Egusquiza, coroneles Olmedo y Quintana, comandante Juan Alberto Meza, sargento mayor López el héroe de Butuic, el ex-presidente Cirilo Antonio Rivarola, Cándido Bareiro, el jefe superior general Bernardino Caballero y demás revolucionarios. Un mes y días había bastado para preparar y poner en pie de guerra, bajo bandera, el ejército que iba a dar por tierra con el gobierno rapaz del presidente Jovellanos, reunidos y disciplinado en su casi totalidad por el comandante Molas.
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El jueves 12 de febrero de 1874, como a las diez de la mañana, se avistaron los dos ejércitos: el revolucionario y el gubernista, en el Campo Grande entre el camino real de Luque y el de San Lorenzo a la Asunción.
Estaba mandado el primero por el general Bernardino Caballero, teniendo como jefe de estado mayor al general Patricio Escobar. Le acompañaba numerosa y valiente oficialidad que había combatido en la pasada guerra y un núcleo prestigioso de personas representativas que tomaba parte en el movimiento.
A las fuerzas del presidente Jovellanos comandaba el ministro de la guerra coronel Lino Cabrizas, militar nulo, sin honor y un advenedizo en la política imperante. Su rápido encumbramiento lo debía a una alevosa traición perpetrada contra el general Caballero durante la primera revolución de marzo del año anterior.
Se encontraba el general en jefe en la fecha indicada en su cuartel general de Villarrica, cuando se le presentó Cabrizas a decirle: que venía a ofrecer espontáneamente su concurso a la revolución, a cuyo efecto ya había reunido algún armamento y gente en su departamento de Yutíc, los que ponía a disposición del general Caballero, y sólo quería pedirle mandase tres o cuatro oficiales de su confianza que se recibieran de aquellos valiosos elementos y los transportaran al campo revolución.
Caballero designó a los respetables ciudadanos don Vicente Goiburú, don Pedro Cálcena y a su sobrino don F. Melgarejo, para que llenaran esta comisión; trasladándose a ese efecto al día siguiente a la capilla del departamento. Cabrizas con varios caballos ensillados a la vista los esperaba y, apenas llegados, salió a su encuentro y les hizo entrar en el salón de la comandancia. Pero resultó que allí tenía doce o catorce hombres escondidos, y, una vez dentro, se cerraron las puertas y cayeron sobre ellos de sorpresa, los sujetaron y maniataron fuertemente.
Acto seguido Cabrizas montó a caballo con sus compañeros de traición, y arreó por delante a pie hasta la capital a los pobres prisioneros, a quienes hizo sufrir penurias sin cuento durante la caminata forzada de trescientos y tantos kilómetros.
Llegado a la Asunción, su miserable delincuencia mereció ser apreciada por los miembros del gobierno como travesura mui interesante, y constituyó su primer título a la confianza del poder ejecutivo. Fue pocos días después agregado a una expedición militar que partía para las Misiones a las órdenes del sargento mayor José González, alias Real Peró, en persecución de los revolucionarios.
En San Ignacio tomaron a dos jóvenes distinguidos que cumplían comisión del general Escobar, Marco Antonio Godoi y Antonio Frutos; los estaqueó en el cepo, les quitó lo que poseían, los martirizó bárbaramente, y los degolló al día siguiente, dejando sus cadáveres insepultos. Este horroroso crimen colmó la buena fortuna de Cabrizas.
El gobierno llamó inmediatamente a Cabrizas a la Asunción y confió a su lealtad de partidario decidido un cargo importante. I tan rápidas proporciones tomó su crédito personal ante el concepto del presidente Jovellanos que, pocos meses más tarde, al presentar renuncia el general Ferreira disgustado y cargado de decepciones de la cartera que con mano fuerte desempeñara, fue nombrado ministro de guerra y marina.
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Este era el meritísimo guerrero gubernista que se disponía a disputar la victoria a la revolución.
Caballero desplegó su ejército en batalla y avanzó cobre el adversario. La artillería ocupó el centro, una espléndida batería Krupp dirigida por el joven sargento mayor Daniel Loizaga, de la escuela argentina; a los lados la infantería y en las alas los regimientos de caballería, mandados respectivamente por el comandante Molas y el capitán Juan A. Meza.
El coronel Cabrizas desmoralizado en presencia de la responsabilidad real inmediata, olvidó su combatividad agresiva y jactanciosa, no supo elegir el terreno que le convenía ni ubicar en formación táctica sus unidades. Extendió sus batallones hacia Luque; colocó su artillería en el extremo este, y dejó amontonada su caballería en compacta masa al suroeste de su línea formando martillo.
Cincuenta minutos haría que el combate estaba empeñado y el resultado continuaba indeciso, a pesar de los eficientes efectos de la artillería revolucionaria, cuando el comandante Molas lanzó su caballería sobre el flanco extremo del a la izquierda del enemigo, la arrolló, rodeó, enmudeció y tomó a la artillería; dispersó a sablazos y lanzadas al escuadrón escolta de Cabrizas y atacó por retaguardia a la infantería.
Este era el meritísimo guerrero gubernista que se disponía a disputar la victoria a la revolución.
Caballero desplegó su ejército en batalla y avanzó sobre el adversario. La artillería ocupó el centro, una espléndida batería Krupp dirigida por el joven sargento mayor Daniel Loizaga, de la escuela argentina; a los lados la infantería y en las alas los regimientos de caballería, mandados respectivamente por el comandante Molas y el capitán Juan A. Meza
El coronel Cabrizas desmoralizado en presencia de la responsabilidad real inmediata, olvidó su combatividad agresiva y jactanciosa, no supo elegir el terreno que le convenía ni ubicar en formación táctica sus unidades. Extendió sus batallones hacia Luque; colocó su artillería en el extremo este, y dejó amontonada su caballería en compacta masa al suroeste de su línea formando martillo.
Cincuenta minutos haría que el combate estaba empeñado y el resultado continuaba indeciso, a pesar de los eficientes efectos de la artillería revolucionaria, cuando el comandante Molas lanzó su caballería sobre el flanco extremo de ala izquierda de enemigo, la arrolló, rodeó, enmudeció y tomó a la artillería, dispersó a sablazos y lanzada al escuadrón escolta de Cabrizas y atacó por retaguardia a la infantería.
El capitán Meza , siguiendo su ejemplo, se precipitó con su regimiento sobre la caballería gubernista, y previo un breve entrevero, la arreó por delante y la persiguió tenazmente hasta dejarla fuera de acción. Al regresar triunfante al punto de partida, encontró a la infantería enemiga en su casi totalidad prisionera.
La victoria era completa. Las dianas militares anunciaron el fausto suceso. Muchos vecinos de la ciudad que llegaron al campamento, felicitaron a los revolucionarios y contribuyeron a la celebración del acontecimiento.
En medio de este regocijo general fue traído a presencia del general Caballero, poco menos que arrastrado de los brazos por dos soldados, un oficial cubierto de sangre y en lamentabilísimo estado de indumentaria, sin kepis, sin espada y con el uniforme hecho jirones. Era el generalísimo Cabrizas, quien, aprovechado la confusión de la pelea, había pretendido huir; pero lo persiguieron, le alcanzaron, la bajaron a golpes de sable de su cabalgadura y le propinaron un tremendo hachazo en el cráneo sobre la sutura sagital.
-Pero…, dijo Caballero, pero… para qué lo han traído? Saquen eso de aquí; llévenlo.
El coronel Zoilo González se aproximo y le aplicó un garrotazo con el cabo de hierro de su rebenque sobre la misma herida, dejándole desmayado.
Lo arrastraron afuera para ultimarlo; mas en ese momento llegó el general Serrano, se interesó por él y le salvó la vida. Sabido es la manera macabra como retribuyó este supremo favor Cabrizas. (1)
Los jefes victoriosos eran dueños de país; sin embargo no atinaban encontrar la manera de introducirse en la capital y tomar posesión de ellas, ocupada como estaba por el ejército brasilero.
Resolvieron enviar un parlamentario que notificara a las autoridad paraguaya que iban a entrar con las fuerzas en la ciudad, y le prevenían no pretendiera oponer resistencia estériles que provocasen nuevos derramamientos de sangre.
1.- Los restos de este sicofanta están depositados en el panteón de Díaz, lo mismo que los del alférez Cantero. Este fue el intendente que -en la segunda revolución de Molas- comunicó el paraje donde se encontraba el general Serrano a sus perseguidores los generales Emilio Gill y Escobar. Cantero era hijo natural de Serrano y el hombre de confianza poseedor de todos sus secretos.
No cabe la menor duda que los restos del celebérrimo José Dolores Frutos hubiera igualmente hecho compañía a los del vencedor de Curupaitic, a no haber aparecido oportunamente las ‹‹Monografías Históricas››
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En la Asunción, entre tanto, ocurrían sucesos extraños e inesperados. Conocido el desastre de Cabrizas por algunos derrotados que llegaron, el presidente y sus ministros abandonaron la sede del gobierno, asilándose en la legación del Brasil.
Pero el ministro plenipotenciario, Araujo Gondim, aconsejó a Jovellanos que hiciera fortificar la Plaza de Armas y de la Constitución hasta frente del cuartel general brasilero que ocupaba la antigua casa de López, esquina ‹‹Independencia Nacional››, ofreciendo poner a su disposición los elementos necesarios. Que reuniera a cualquier costa todos los hombres útiles de la capital y suburbios, los armara y se apercibiera a la defensiva.
Mas, quién podría ser el ciudadano de autoridad, el estratega competente, capar de afrontar y emprender labor de tanta responsabilidad en circunstancia tan angustiosas como solemnes?
Sólo había un hombre con las aptitudes y la responsabilidad requeridas, cuyo nombre había de bastar para imponer respeto a los revolucionarios.
Era el joven general Benigno Ferreira, valiente, enérgico, de rápida y activa acción–más militar que Caballero y Escobar, a quienes hicieron morder el polvo de la derrota en 18 de junio del 73, en las puertas de Asunción y posteriormente en Naranjaic-que vivía retirado en su hogar ofendido con el presidente de la república.
A él se dirigió Jovellanos acompañado del mariscal Barón de Yagaurón, a rogarle se hiciera cargo de la salvación de la cuidad, Ferreira muy comprometido políticamente, y que se vería en serio peligro en el caso de un asalto por las fuerzas revolucionarias, aceptó el cometido y puso en seguida mano a la obra con la tenacidad que le era peculiar.
El general Ferreira lanzó un decreto conminando a todos los ciudadanos hábiles a presentarse a tomar las armas. Fortificó con trincheras el perímetro de las dos plazas; las artilló convenientemente, distribuyo en las diversas secciones su gente bien armada y esperó.
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El parlamentario llegó y buscó al presidente de la república, e informado de que se hallaba en la legación brasilera, hubo de dirigirse allí. El ministro Gondim le recibió y despachó entregándole una tarjeta verbal, en la que pedía viniera uno de los directores del movimiento para conferenciar sobre el particular.
El día siguiente catorce, se presentaron Bareiro y Caballero, siendo recibidos por el presidente y el ministro plenipotenciario. El presidente paraguayo no habló; el que llevaba la palabra era Araujo Gondim. Les significó clara e imperativamente que, interpretando los intereses vitales del país, se hacía indispensable dejar sentado un precedente de respeto al ‹‹principio de autoridad››
Que, en consecuencia, continuaría en la presidencia el señor Jovellanos hasta terminar su periodo legal con los demás poderes constituidos; pero que ellos formarían parte en mayoría del ministerio de conciliación, y podrían entrar sus tropas a ocupar los cuarteles.
Que este pacto se consignaría por escrito y lo firmarían el señor presidente de la republica con el Comité revolucionario y el ministro del Brasil, en carácter de garante de su fiel cumplimiento. Convencido Bareiro y Caballero de que ésta era la última palabra y lo único que habrían de obtener, lo aceptaron. Al subsiguiente día 16 suscribieron el susodicho convenio en la misma legación: Cándido Bareiro, Bernardino Caballero, Cirilo Antonio Rivarola, Germán Serrano, Ignacio Genes, Patricio Escobar y Juan B. Egusquiza.
Como mediador, Antonio J. de Araujo Gondim, y el conforme del presidente Salvador Jovellanos.
El artículo 1.0 rezaba: ‹‹Acatamiento de los altos poderes constituidos›. El 4.0 ‹‹Desarme general de todas las fuerzas como acto primero e inmediato del nuevo ministerio; debiendo todo el armamento ser depositado en la capital a la orden del gobierno››.
El 17 de febrero se constituyó el nuevo ministerio, designándose para la cartera del interior a Caballero; para la de relaciones exteriores a Bareiro; la de guerra y marina, Serrano; la de justicia y culto, Francisco Soteras -amigo particular de Jovellanos- y para la de hacienda, don Juan B. Gill.
El coronel Patricio Escobar se hizo cargo de la policía de la capital, llevando como oficial 1.0 a don Antonio Taboada; y el comandante José Dolores Molas, nombrado jefe político del departamento de Paraguarí.
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Una cañonera de la escuadra brasilera desembarcó el 4 de marzo a Juan B. Gill, y en el día tomó posesión del ministerio de hacienda. En la semana siguiente quedó acordada su candidatura a la presidencia de la nación para el próximo periodo entre el Barón de Yaguarón, el ministerio Gondim i el presidente Jovellanos.
Desde ese momento preparó e inició el ministro de hacienda los trabajos electorales, apoyado por numerosos partidarios que reclutó y le fue fácil multiplicar con el eficaz concurso del oficialismo.
Pronto, no obstante, se convenció de las serias dificultades con que iba a tropezar su candidatura, especialmente en la campaña, si continuaba el ministerio actual en el gobierno. Y como Gill estaba resuelto a llegar a la presidencia bajo cualquier sacrificio, convenció con el ministerio Gondim y dio golpe de estado, haciendo firmar a Jovellanos la destitución de todo el gabinete.
Los decretos se prepararon el 29 de marzo, con fecha del día siguiente, cuyas copias amanecieron fijadas el 30 en las puertas de los respectivos ministerios. Los ministros destituidos-con excepción del coronel Serrano-se reunieron a deliberar en el palacio de gobierno acompañados de muchos correligionarios y pueblo. El exministro Soteras, amigo personal del presidente, hizo causa común con ellos
La primera providencia que tomaron fue redactar una circular que enviaron rápidamente al jefe político de Paraguari. Comandante Molas, para que distribuyera a todas las autoridades de la nación.
El documento decía:
‹‹Asunción, Marzo 30 de 1874.
‹‹Apreciado amigo:
‹‹Anoche Jovellanos, Gill y Serrano intentaron dar un golpe de estado destituyendo a todos los amigos de nuestro partido. No han conseguido nada y hoy se encuentran asilados en la Legación Brasilera.
‹‹Yo y el general Escobar nos hallamos al frente de las fuerzas de esta ciudad, dispuestos a no ceder a ninguna exigencia que decepcione nuestra causa y el gran Partido Nacional que defendemos.
‹‹En virtud de este suceso, trate de reunir toda la gente que pueda y téngala lista para en caso necesario, que entonces se le dará aviso.
‹‹Con este motivo lo saludo y me suscribo su general y amigo.
‹‹Bernardino Caballero››
‹‹Patricio Escobar››
Como primera medida de habían propuesto arrestar al presidente de la república y al ministro de hacienda; pero fracasaron, porque éstos se encontraban asilados en la legación del Brasil. Tampoco consiguieron reunir el congreso por falta de quórum, para hacer declarar cesante a Jovellanos.
A eso de la una de la tarde mandó intimar el ministro Araujo Gondim, l por medio de su secretario doctor Vasconsellos, a Bareiro, Caballero y Escobar, que abandonara el Cabildo. El antiguo cónsul argentino, don Sinforiano Alcorta, estuvo a prevenir a Bareiro que los brasileros preparaban las culatas de sus fusiles: don Cándido, don Bernardino y don Patricio se retiraron cabizbajos a guarecerse en sus domicilios particulares.
III
La dignidad del Paraguay quedaba flotante sobre las huestes armadas del comandante Molas-el oficial adolescente que asaltó, sin conocer la natación, los acorazados imperiales-el único que va a salvar en forma memorable el honor de la nación. El ministro Gondim sugirió la idea al ministro de hacienda de que llamaran y volviera a emplear a sus ex-colegas, dándoles algunas prevendas a los famosos jefes de la revolución. Desmonetizados y convertidos de la noche a la mañana en hombres ceros, sin un céntimo en los bolsillos, quienes en lo sucesivo ya no serían sus émulos sino sus modestos instrumentos.
Gill no se hizo repetir la muy acertada indicación. Llamó inmediatamente uno por uno, a Caballero, Escobar y Serrano; les habló con franqueza y quedaron entendidos. Este último, desde luego, no había concurrido a la reunión del Cabildo.
El señor Alcorta, asiduo devoto del ministro de hacienda-como lo fuera anteriormente del presidente Rivarola,-se volvió a encontrar con Bareiro esa tarde, e interrogándole ‹‹cómo se sentía››, don Cándido le contestó: ‹‹Aquí tiene Ud. Pues a un hombre que cuenta cuarenta y ocho años y no dispone de cuarenta y ocho pesos››.
Don Sinforiano refirió a su prepotente amigo las palabras del ministro destituido, y Gill le encomendó dijera a Bareiro que viniese a verle, y que, si se entendían, podría tener ‹‹cuarenta y ocho millones››. Bareiro se entrevistó con Gill y quedaron arreglados.
El ministerio se reconstituyó, pasando a ocupar el del interior, Serrano; el de guerra y marina, Escobar; el de justicia y culto, Caballero. Para el de relaciones exteriores fue nombrado Higinio Uriarte y jefe de policías Emilio Gill. A los coroneles Germán Serrano y Patricio Escobar se les confirió el grado de general de la nación.
****
En abril 18 se dictó el decreto de licenciamiento de todas las fuerzas. Los soldados y clases fueron despedidos sin abanársele sus haberes, y éstos disgustados se alejaron tumultuosamente de los cuarteles llevándose sus fusiles.
Un tren expreso transportó a la mayor parte el 19 hasta Paraguari. Llegados a aquel punto, el comandante Molas, cerciorado de lo que ocurría en la capital, los reunió; desaprobó los actos del nuevo ministerio y el ministerio mismo y proclamó la revolución, poniéndose decididamente él a su frente.
Conocida la actitud del jefe político de Paraguarí, el congreso decretó el estado de sitio, y el poder ejecutivo se percató disponiendo las primeras medidas tendientes a sofocar el pronunciamiento. El ministerio de la guerra le remitió la nota cuyo texto va a continuación, por intermedio del comandante Zacarías Jara a quien acompañaba el sargento mayor Bueno. brasilero, y otros oficiales paraguayos.
‹‹Ministerio de Guerra y Marina
‹‹Asunción, 20de Abril de 1874
‹‹Señor Sargento Mayor D. José D. Molas.
‹‹El infrascrito Secretario de Estado en el Departamento de Guerra y Marina, comunica a VD. que el Superior Gobierno de la República, en el deber de conservar el orden que juzga una de sus más sagradas obligaciones, y para cuyo restablecimiento no hay sacrificio que no esté dispuesto a poner en juego, llamando a su patriotismo, de que ha dado tan notables pruebas en más de una ocasión, espera de Vd. que disuelva y desarme las fuerzas que en unión de otros jefes comanda, autorizándole a tomar las medidas que su prudencia le aconseje para dar cumplimiento a la mencionada resolución.
‹‹El Jefe del Ejército Nacional, portador de la presente, y que saliendo de esta Capital a las tres de la tarde del día de la fecha, deberá estar de vuelta mañana a las seis de la tarde, lleva consigo la obligación de presenciar la disolución y desarme de las referidas fuerzas.
‹‹Si pasado el tiempo prefijado, no volviese éste por haber sido detenido en ese campo, o volviere con la negativa de Vd. para cumplir lo que se le ordena, el Gobierno, por órgano del que suscribe, participa a Vd. que tomará enérgicamente las medidas que exigen de consuno su propia dignidad y la tranquilidad pública.
‹‹No espera el infrascrito que Vd. se niegue a oír, como militar, lo que sus Superiores le ordenan, ni que, como ciudadano, resista las disposiciones legales emanadas de las legítimas Autoridades que rigen hoy los destinos de la Patria; y espera mucho menos que afronte Vd. la responsabilidad de los sucesos que han de sobrevenir inevitablemente, si persisten en la actitud culpable que asumen hasta este momento.
‹‹Salud.
‹‹Patricio Escobar››
Molas recibió la comunicación e hizo arrestar al comandante Jara, permitiendo el regreso de sus acompañantes, quienes fueron portadores de la grave nueva. Transcurridos apenas algunos minutos, el comandante militar y jefe político, que disponía de la mejor locomotora, embarcó su infantería en los trenes y se puso lentamente en marcha sobre la Asunción, trayendo a los costados por tierra su caballería.
La noticia de la partida de Molas produjo en el ambiente de la capital, sin ejército y desarmada, honda perturbación y desmoralización general. Como eficiente recurso, se le nombró al ministro del interior general Serrano- la persona de más confianza del ministro de hacienda-comandante en jefe de las fuerzas nacionales encargadas de la pacificación de la Republica. Se le autorizó a la vez para organizar dos batallones de línea, un regimiento de caballería y un escuadrón de artillería de sesenta plazas.
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Gill, mientras tanto, no perdía la esperanza de poder arribar a un acuerdo conciliatorio con el jefe de la nueva revolución. El cohecho como elemento y medio de solucionar importantísimo asunto público, le había producido los mejores resultados; -¿por qué entonces no había de continuar empleándolo como supremo e incontrastable argumento?
Acababa de disponer de crecidas sumas de dinero y de valiosas propiedades raíces para satisfacer a sus flamantes aliados; y estaba dispuesto a efectuar cualquier otra erogación con tal de finiquitar con estos caudillos levantiscos. Así fue que llamó al ministro de la guerra y le confió una misión delicada y reservada ante el comandante Molas.
El 21 de abril temprano, se dirigió en tren especial al campamento revolucionario el general Escobar. Los revolucionarios estaban ya en Pirayú, y allí celebró conferencia con su jefe.
Le expresó el general y ministro, que llevaba el encargo de su colega el de hacienda, con aprobación del señor presidente de la república, de poner a su disposición dos mil quinientos onzas de oro que se le entregarían en la forma que él indicase, para que disolviera su ejército y dejara de convulsionar su país; que si la suma no le satisficiera, podía él mismo fijar la cantidad. Que además se le entregaría por separado dinero para distribuir entre sus soldados, en el momento de licenciarlos. El convenio permanecería en el más completo secreto.
Molas, que de antiguo era amigo de Escobar, por quien profesaba estimación, no le trató mal, limitándose a contestarle: que no era cuestión de cantidad sino de dignidad-que sus amigos, sus correligionarios y el pueblo paraguayo le tenían confiado la defensa del honor nacional, y él no haría jamás a tan santa causa. Que de su parte, ya que se ofrecía esa singular ocasión e invocando los vínculos sagrados de otros tiempos, se atrevía a proponerle que, en lugar de pretender sobornarle, se uniera a ellos en la noble y justa causa del pueblo que defendían; que él gustoso resignaría a su favor el mando superior, quedando bajo sus órdenes.
El general Escobar se excusó alegando no serle posible dejar abandonado a Caballero, y que en cuanto a su comisión, se había visto obligado a encargarse de ella por razón de su comprometida situación con el ministro Gill.
Después se separaron, regresando Escobar a dar cuenta a Gill del resultado negativo de su cometido. Pero Gill no era hombre que se asfixiaba en poco agua; así es que determinó enviar al ministro de justicia, general Caballero, con otra embajada reservada al campo del comandante en jefe de la revolución.
El padre Fidel Maíz, que se proponía hacer méritos con el poderoso ministro, de quien confiaba obtener la preconización al episcopado, se ofreció acompañar al general Caballero. Gill, en cuya memoria perduraba la leyenda sangrienta de san Fernando, se complació en aceptar la intromisión en la ardua gestión del ex omnipotente fiscal de los de los fiscales.
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El irreductible y gran caudillo popular, seguía avanzando, sin prisa, sobre la Asunción, recogiendo muchos contingentes voluntarios de los pueblos por donde pasaba.
Los embajadores lo encontraron en Tacuaral, y se hicieron anunciar solicitando audiencia. Molas los recibió en consideración al general Caballero. Con el sacerdote Maíz se negó a permitir ni tolerar ningún contacto; los rechazó in limine. Le dijo que, respetando mucho su sabiduría teológica, nada tenía que tratar con él sobre política. Que su investidura sacerdotal lo llamaba a los templos a la oración.
A Caballero lo llevó a otra parte; le ofreció asiento, y se dispuso a escucharle.
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El general Caballero, considerado persona discreta y veraz, con criterio lúcido para apreciar una causa justa: una grande y heroica determinación, en que jugaba el honor y la vida un ciudadano viril y honrado que ama a su patria, se dio cabal noción de su situación poco airosa en el peregrino papel de suplicante, que le llevaba al campo revolucionario, ante el comandante en jefe su poco ha joven teniente.
Se hizo visible su mortificación una vez solos. Se resolvió, no obstante, llenar su cometido lo mejor posible, y expuso al comandante Molas: Que triunfante la revolución el 12 de febrero, habían tropezado con obstáculos insuperables, como la intervención directa del ministerio brasilero en la política paraguaya, la imposición del presidente Jovellanos a continuar en el gobierno y la designación del ministro Gill para la próximo presidencia de la República. Que agobiados por estas graves circunstancias y la consideración de no repudiar como estériles tan abnegados sacrificios coronados por el éxito en el campo de batalla y-en el vehemente anhelo de vivir en su país-habían transigido y consumado un pacto con el candidato a la futura presidencia.
Que por lo demás, ellos formaban el gabinete, y venía, justamente autorizado suficientemente a proponerle hacer causa común, entrando a ocupar en el gobierno un ministerio-el del interior, por ejemplo,-desde donde se explicaría con sus partidarios y amigos a quienes podrían ayudar y servir en la forma que le gustase. Que como testimonio de solidaridad, se le elevaría al rango de general de caballería que era su arma; quedando asimismo subsistentes los otros ofrecimientos que se le habían hecho por intermedio del general Escobar.
Pocas veces seguramente se tentó vulnerar con mayor eficacia la conciencia de un hombre de bien. Pero el valiente joven revolucionario no fluctuó un solo instante, y levantó hasta lo sublime el concepto moral de su persona, con la contestación negativa que e ese momento solemne dio al embajador de Gill y Jovellanos.
Molas, que había escuchado atentamente la exposición del enviado oficial, mirándole con suprema dignidad, le contestó:
-Me han impresionado dolorosamente sus palabras, general Caballero, porque jamás hubiera esperado ni creído, que mi antiguo compañero, amigo y jefe,-el que con incontrastable fidelidad defendió durante seis años su patria- fuese el que viniera a pretender extraviarme del cumplimiento de un deber par mí sagrado, al que he vinculado mi honor y mi vida. Mas, yo con el mismo derecho que ustedes, me voy a permitir proponerle y rogarle, general: se quede con nosotros, asuma el mando superior, recorramos el territorio de la República, y cuando hayamos reunido un numeroso ejército, vengamos en defensa de la santa causa del pueblo, a pedir cuenta a los usurpadores del poder, a los saqueadores de los dos empréstitos.
Caballero experimentó fuerte trepidación en su espíritu. Pareció como deslumbrado, o que una súbita inspiración hubiese cambiado el curso de su pensamiento radicalmente.
Después de breve concentración interior, levantó la cabeza y replicó:
-Vea, mayor Molas, puesto que estamos solos, voy a contarle la verdad completa de lo que pasa entre nosotros. No es que estemos satisfechos de nuestra alianza con Gill -que ha sido producto simplemente de circunstancias espacialísimas-como le he explicado. De ninguna manera. Lo que nos tiene amarrados, y lo que también le atará a ustedes, es la actitud futura del ejército brasilero -de ese ejército que aniquiló al mariscal López- y contra el cual no podemos hacer nada. Ahora bien: entre mañana o pasado vamos a saber positivamente, por intermedio de Bareiro, si las fuerzas imperiales se atreverían a tomar parte en contra de la nueva revolución paraguaya. Una vez esto descartado, nos reuniremos todos con ustedes en Campo Grande o Luque. Usted llegará mañana a este pueblo y allí recibirá nuestra comunicación, del veintitrés al veinticuatro. Le anticiparemos las circulares firmadas por mí y Escoba para los jefes políticos, a quienes las hará usted llegar rápidamente. Creo conveniente que el punto de reunión sea Campo Grande.
-Muy bien, general. No esperaba menos de usted y lo felicitó….(1) -le dijo el comandante jefe de la revolución. Conversaron un rato más, y se estrecharon efusivamente las manos despidiéndose. Molas no le acompañó de allí a Caballero, por no volverse a encontrar con el padre Maíz.
(1) Las palabras de Molas fueron las siguientes: Lo felicito jeneral por su patriótica decisión: pues debe usted que es a conferencia ha de pasar a la posteridad. Yo tengo un amigo que anota todos los sucesos de nuestro país y será el historiador del Paraguay.
-Si don J.S. respondió Caballero. Ha sido también grande amigo mío. Recordará usted que nos acompañó en la primera revolución como miembro secretario del Comité. M. S…. enfrió y se retiró de mi sin haberle dado el menor motivo; tal vez a consecuencia de su disgusto con Escobar.
-El hacía responsable de la muerte de su hermano Marco al general Escobar. Continuó Molas.
-Pero los que asesinaron a Marco fueron Lino Cabrizas, Real Pero el mayor…capitán Santos Miño y otros; y cuando estos oficiales cayeron prisioneros en nuestro poder en la batalla de…y fueron juzgados y condenados por un consejo de guerra en Caa-Pucú, el mismo Juansilvano se opuso a su ejecución.
-Es que Escobar quiso salvar a toda costa al Mayor González, y al ver don J. S.-que se encontraba presente en la sala las fluctuaciones del consejo de guerra, levantándose para retirarse se aproximó y dijo al tribunal; “serán fusilados todos o ninguno” El coronel Serrano, uno de los jueces, le siguió afuera y le estrechó la mano; y a otro miembro del consejo que fue a hacerle cargo porque se oponía a que fueran fusilados esos forajidos. don J.S. le contestó: “el famoso ex-fiscal de los tribunales de sangre de San Fernando, coronel Serrano me ha felicitado por mi actitud-¿cómo quiere usted que me retracte? Este González o Real pero, era aquel comandante de la expedición a Yabebirí, en cuyo bolsillo se encontró la tira de papel con dieciocho nombre de … revolucionarios, de puño y letra del presidente Jovellanos, que no debían ser tomados prisioneros, y a quien don Cándido Bereiro lo mandó estirar en el cepo, al raso, durante veinte días, por haber aceptado semejante luctuosa criminal comisión. De allí consiguió llevarle Escobar como su ayudante, y no lo quiso entregar al tribunal militar cuando le reclamó.
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De regreso Caballero se mostró reservado con su acompañante, a quien no comunicó nada.
Solamente le manifestó que había conversado mucho con el jefe revolucionario, aunque sin conseguir convencerlo.
Maiz se dirigió directamente de la estación del ferrocarril a la casa de Gill, el cual le recibió alegremente; pero al ser informad que Molas lo despidió sin querer contacto con él y que, por consiguiente, no le fue posible asistir a la conferencia de ambos caudillos, se puso serio. Una hora después le daba cuenta del fracaso de su misión el general Caballero y, cuando aseguró que no había arreglo posible con el jefe revolucionario: ‹‹Entonces lo batiremos a ese muchacho cabezudo››, le dijo el ministro candidato.
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El 23 de abril a las seis de la mañana, se reunieron en sesión don Cándido Bareiro y los generales Caballero y Escobar, ministros de justicia y de guerra y marina, en el domicilio particular del segundo para escuchar las explicaciones que iba a darles el primero.
Les informó Bareiro que la noche anterior había comido con el cónsul general argentino, doctor Gallegos, (El prepotente ministro Gill había hecho casar el exequátur con fecha, 6 al cónsul general doctor Gallegos por cuestiones de familia que le eran personalísimas; pero el gobierno argentino no tomó en consideración la nota del ministerio de relaciones paraguayo, hasta fines de abril, y no sin hacerle pesar su absoluta ignorancia de los elementales principios de discusión que rigen en estos casos en las cancillerías de naciones civilizadas) su antiguo amigo, y conversado mucho con él, de asuntos importantes. Que el dicho caballero le había garantido la no intromisión de las fuerzas brasileras en la nueva revolución. Es decir que, no saldrían a batirlo a Molas con la armas en la mano. Entre otras razones, porque no lo permitiría el ejército argentino.
Resolvieron, en consecuencia, firmar las circulares para los jefes políticos, jueces y comandantes militares de la campaña, cuyas copias ya en Limpio les entregó Bareiro.
Las mencionadas circulares estaban fechadas en el Campo Grande—conforme había deseado Caballero- y eran del tenor siguiente:
‹‹Campo Grande, Abril 23 de 1874.
‹‹Al comandante, Jefe Político y Juez de Paz de…
‹‹En el interés de conservar nuestra libertad para prestar todavía un servicio a la causa de la misma, a la causa de la Constitución Nacional, a la causa de la Patria, hemos firmado aparentemente las circulares y órdenes que hasta la fecha se le han comunicado, y, hoy que nos hallamos al frente del nuevo movimiento que ha de traernos un resultado beneficio para todos, nos permitimos apelar a su patriotismo y buena voluntad para pedirle que reúna en el más breve tiempo posible cuanta gente pueda reunir, con o sin armas, y se ponga en marcha para incorporarse a la ya numerosa gente del mando del mayor Molas.
Trate Ud. De convencer a todo el vecindario que el brasilero no puede en derecho dispararnos un solo tiro y que sin escrúpulo y recelo podemos luchar con los que han traicionado a la revolución triunfante en este mismo lugar.
Dios guarde a Usted.
‹‹Bernardino Caballero››
‹‹Patricio Escobar››
El facsímile incluido en esta página es de la que estaba destinada a las autoridades de Altos, y que posteriormente llegó a manos del presidente Gill. Por consiguiente este magistrado supo perfectamente a qué atenerse respecto a la lealtad de sus aliados y colaboradores políticos cohechados.
La cuestión consistía ahora, en la manera de hacer llegar esos documentos, con la seguridad y reserva necesaria, a manos del jefe revolucionarios. Los antiguos y fieles servidores de que disponían podían ser sospechados y detenidos. Tarde ya consiguieron una mujer de confianza a quien encomendaron la conducción de todos los papeles. La mujer pernoctó en Trinidad y continuó al día siguiente temprano al campamento revolucionario.
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Gill desde la llegada de Molas a Luque asumió una actitud enérgica y desplegó actividad inusitada. Por agua y por tierra se impuso severa vigilancia, y en los caminos de Itá, San Lorenzo, Limpio… se colocaron guardias que no dejaban salir a los hombres de la capital; revisaban a los que entraban y detenían a los que les eran sospechosos.
El 24 de mañana se pasó revista en la plaza de armas a las fuerzas organizadas por el ministro del interior, compuestas de dos batallones de líneas, un regimiento de caballería y un escuadrón de artillería con media batería de cañones Krupp, y el ministro Gill exigió que ese mismo día salieran a batir a los revolucionarios.
En efecto, a las tres de la tarde partió de la ciudad el ejército gubernista, tomando el camino a Luque. ‹‹El público le auguraba un fin siniestro››, dice el ciudadano Jaime Sosa Escalada, testigo ocular, exministro de hacienda y amigo particular del presidente Jovellanos y candidato a ministro plenipotenciario en el Brasil.
El general Serrano llegó al obscurecer a Santísima Trinidad, resolviendo acampar y pasar la noche allí.
Existía en este pueblecito un viejo edificio de material perteneciente al estado, sobre la calle ‹‹Primer Presidente›› con frente al sub.; y formando con su extenso patio de una manzana, alambrado en otro tiempo, ángulo con el camino real de Limpio. Su fondo llegaba a la vida del ferrocarril, donde estaba la estación, que lo separaba de la antigua quinta de los López.
De la dicha casa tomó posesión Serrano con su estado mayor, disponiendo que uno de sus batallones, el mandado por el mayor Alfaro, ocupara la calle frente al edificio. El otro batallón con su comandante el mayor Escato, se desplegó en línea al costado del arruinado cerco sobre el camino a Limpio. La artillería la ubicó al extremo oeste de la casa, y apuntando los cañones, no hacia el enemigo, sino en dirección a la capital. La caballería mandada por un jefe brasilero se desmontó y distribuyó en pequeñas guardias. A las ocho de la noche el campamento gubernista estaba entregado a profundo sueño.
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El comandante jefe del movimiento recibió las comunicaciones de los generales a las nueve de la mañana del día veinticuatro e inmediatamente dio curso por medio de chasques a una parte de las circulares.
Continuaba de fiesta el pueblo de Luque desde la llegada de los revolucionarios. Se sucedía a los banquetes y los bailes, y para esa noche se preparaba un suntuoso sarao dedicado al comandante Molas. Este disculpó cortésmente su inasistencia, y a las siete de la noche se dirigió al Campo Grande con Cincuenta hombre de caballería y una docena de oficiales.
Dos columnas de infantería le habían precedido llevando trocos de árboles y leña menuda para encender fogatas en l cuesta o primer declive del Campo Grande. Estas servirían de señal a los amigos cuya conjunción esperaba de un momento a otro.
Molas avanzó tres kilómetros hacia la Trinidad e hizo echar pie a tierra a su caballería. El continuó como un kilómetro adelante seguido de algunos ayudantes. De ahí despachó aún varias cuadras en observación a tres oficiales. Se sentía invadido por un principio de inquietud y estaba caviloso, porque no le llegaban de los generales más comunicaciones; y esa tarde a las seis había recibido carta de la Asunción de una persona importante, avisándole que fuerzas de las tres armas al mando del ministro del interior saldrían contra él de un momento a otro.
Se apeó de su montado Molas y se recostó sobre el césped, teniendo las bridas de su caballo en la mano. Meditaba sobre la manera de solucionar su complicada situación, cuando a eso de las diez se le aproximó uno de los oficiales de avanzada trayendo a dos hombres a pie.
-Comandante, le dijo, aquí está el sargento Salinas (de sobrenombre Yaguareteí) que viene del campamento enemigo y quiere hablar con usted.
Molas se levantó, y Salinas, su decidido partidario, se acercó y le entregó un paquete pesado. Era el tornillo principal de una de las piezas Krupp que como cabo de cañón había estado a su cargo. Le suministró además detalles importantes acerca de la distribución de las fuerzas del general Serrano.
El comandante Molas, cuya especialidad consistía en los golpes temerarios, resolvió acto continuo, asaltar el campamento gubernista con la poquísima gente de que allí disponía.
Formó tres pelotones de a quince hombres de caballería. Los reunió y les expresó nítidamente su pensamiento. Despachó en seguida el primer grupo, que era le que tenía que recorrer mayor distancia, a las órdenes de uno de sus ayudantes de confianza. Debía marchar a la Recoleta, seguir por la calle (Sacramento) hasta la calle traviesa que cruza de sur a norte con dirección a Trinidad, y caer sobre el flanco derecho enemigo.
El segundo pelotón, mandado por otro de sus ayudantes, tomó rumbo a (Loma Pictá), en busca del camino de Limpio para por allí atacar al batallón del mayor Escato por el flanco y retaguardia.
El tercer grupo confió a su segundo, el mayor Ávalos, quien tenía que buscar la calle (Primer Presidente) y recorrería hasta dar con el batallón de Alfaro frente al edificio ocupado por el estado mayor del general Serrano.
Muy de cerca le seguía a Ávalos el comandante en jefe con nueve oficiales.
Mientras Molas se precipitaba sobre el campamento gubernista, llegaba allí de la Asunción a media noche una locomotora, llevando al exdiputado nacional Basilio Muñoz y a don Manuel Avila, portadores de comunicación urgente del ministro Gill. El general Serrano descansaba a piernas tendidas, pero fue despertado y se levantó.
Se puso el pantalón, las zapatillas sin calcetines, se envolvió en una manta y pasó a recibir en su despacho a los comisionados. Informando de la nota, hizo despertar al caballero español Francisco Martínez-redactor del diario oficioso (La Patria) – que le acompañaba en calidad de secretario para que contestase.
Un oficial que venía de explorar el Campo Grande, dio el parte de que los revolucionarios se encontraban allá muy próximos a Luque, donde habían hecho una serie de fogatas. Animándose entonces Serrano, hombre solemne e inteligente, se expresó con prosopopeya al diputado Muñoz:
-(Diga Vd. A don Juan Bautista que no se preocupe, que esté sin cuidado, que coma y duerma tranquilo, que para eso cuenta con amigos que velan por su seguridad personal y la de su partido…) En ese mismo momento sonó un tiro de fusil. El general interrogó – que significaba aquello; y le contestó su jefe de estado mayor, coronel Cabrizas, que acababa de dejar el lecho: - algún descuido de los muchachos.
Un minuto después se oyeron dos nuevas descaras y Serrano se levantó, abrió la puerta que daba a la calle (Primer Presidente) y se aproximó a la orilla del corredor a escuchar.
El diputado Muñoz y su compañero Ávila, urgidos por un presentimiento funesto, dejaron sus asientos y en puntas de pie, sigilosamente, pasaron por detrás del general, llegaron al extremo este del edificio, penetraron en el gran patio y corrieron en busca de la locomotora. Ya estaban en movimiento, cuando llegó el joven teniente Ramón Corrales y saltó a la locomotora, con tan mala suerte, que cayó al costado de la vía pasándole por sobre el cuerpo la máquina.
Serrano, hombre experimentando en achaques de guerra y de sorpresas, percibió claramente el sordo fragor de los cascos de los caballos sobre el pavimento; y se sintió aterrorizado ante la convicción cruel de que el comandante Molas – a quien suponía con superiores elementos – se desplomaba sobre su campamento dormido, sin dejarla apenas tiempo para ponerse a salvo. Así fue que, tal como estaba, sin sombrero, sin su revolver, sin volverse a asomar a su despacho, donde quedaba escribiendo Martínez la contestación a la nota del ministro, giró sobre su derecha y se largó más que ligero, rumbo al norte costeando la maquina de López.
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El coronel Cabrizas, que tenía bastantes motivos para estar escamado de las revoluciones, el ver que no volvía su jefe, salió también a mirar afuera, en el preciso momento que llegaba con empuje devastador las huestes del comandante Molas, y escapó en idénticas condiciones de indumentaria, siguiendo las huellas del general.
Molas en persona llevó por delante con el pecho de su caballo las columnas de armas en pabellón, echándolas al suelo de un extremo al otro. Dobló a la derecha y chocó con algo resistente – era la artillería. Enderezó hacia la entrada principal al patio en que dormía el batallón de Escato y distinguió cerca de sí un fantasmático bulto que se agitaba envuelto de pies a cabeza en gran frazada. Lo atropelló con su montado haciéndole dar vueltas de carnero. Se levantó gritando: (no me mate que somos hermanos – no me mate que somos hermanos.!!)…
Cabrizas abandonó su frazada y su poncho; se puso de pie y se lanzó en vertiginosa disparada, yendo cual un desesperado a embestir el alambrado de los López. Rechazado como pelota de goma, insistió por segunda vez con negativo resultado; pero no cejó. Con el espanto en el alma concentró sus últimas energías y se precipitó una tercera vez con el cerco, consiguiendo aflojar uno de los alambres. Penetró en espeso bosque de espinos de yuqueríes y amapolas que le llenaron de heridas. Mas él llevó todo por delante, recorrió la quinta hasta la barranca, bajó al rió y se sentó sobre un montón de tierra donde pasó el resto de la noche.
Al aclara el día, distinguió a otro sujeto en vuelto en manta sentado como a distancia de tres cuadras. Suponiendo fuera alguno de los compañeros, se aproximó a el y se encontró con el general Serrano, quien le comunicó que siete a ocho de la mañana vendría un indio payaguá con canoa para conducirlos al puerto de la Asunción.
El comandante Molas seguido de sus ayudantes penetró en el patio, y ayudó a sus tenientes en la tarea de asegurar prisionero a la mayor parte de los soldados del mayor Escato. El mayor Ávalos había procedido y obtenido el mismo éxito con la gente de Alfaro; y la heroica jornada estaba terminada de la manera más venturosa para el ínclito caudillo revolucionario.
El desventurado Martínez que había sido dejado solo, y continuaba escribiendo abstraído de lo que ocurría a su rededor, se dio al fin cuenta de la trágica devastación; y abandonando su mesa, buscó refugio en el corredor interior, en circunstancia que Ávalos hacía irrupción en la sala con sus oficiales.
Martínez, que tenía pendiente una larga cuenta con los revolucionarios, a quienes en el diario oficio de que era director, injuriara y calumniara sangrientamente, fue recoincido y denunciado; y el mayor Ávalos ordenó le cortaran la mano derecha. Como Martínez lanzara espantosos gritos durante la inhumana operación, el mismo Ávalos personalmente le dio varia lanzadas. Ya moribundo pidió un confesor, y se la contestó que no había sacerdote. El replicó que estaba el padre Duarte.
Se encontró a éste y se le sacó de entre un montón de mujeres que lo tenían escondido, y se le llevó bajo una lluvia de palos para que confesara a Martínez. Este padre Duarte – politicastro empedernido – era el célebre secretario del comandante Estigarribia, cuyos disparatados consejos fueron tan fatales al rendido de Uruguayana.
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Molas reunió todos los prisioneros en el gran patio para pasarles revistas. Hizo venir de Luque su infantería y le resto de su caballería, dando inmediato comienzo a la reorganización de su ejército.
El botín recogido era cuantioso: doscientos noventa prisioneros entre tropas, clases y oficiales – cuatrocientos fusiles de retrocarga – media batería de cañones Krupp, muchas cantidad de municiones, pertrechos, sables, todos los instrumentos de la banda de música…
Al apuntar el sol, Molas saludó su espléndido triunfo con una salva real. El estampido de los cañones produjo sincero regocijo en el pueblo de la capital, y terror pánico en el animo de los mandatarios que se apresuraron a buscar salvación en la legación brasilera.
El victorioso gran caudillo que tenia copado el único ejercito, sostén del caduco poder oficial constituido, comunicó por nota a los plenipotenciarios representantes de la Alianza que era dueño y árbitro del Paraguay y que, en consecuencia, entraría ese mismo día a la capital de la república a tomar posesión de la sede del gobierno nacional.
La comunicación llegó a manos del ministro brasilero, y Araujo Gondim dio a leerla al presidente Jovellanos y al ministro Gill, que se hallaba asilado en la legación. Con este motivo el ministro de hacienda provocó acto continuo una conferencia con el representante del Brasil, el mariscal Barón de Yaguarón y el mandatario paraguayo, en la que se arribó a un acuerdo de carácter definitivo y transcendente.
Cuenta el exministro don Jaime Sosa Escalada que presenció, como dejamos dicho, estas extraordinaria emergencias históricas, y merecía en aquel entonces la completa confianza del consejero enviado extraordinario Araujo Godim, del ministro Gill y presidente Jovellanos: que Gill contrajo con el Imperio el compromiso solemne de solicitar – una vez presidente de la nación – el protectorado del Brasil y más tarde la anexión del Paraguay.
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El presidente Jovellanos volvió a ocupar su domicilio, custodiado por soldados del ejército brasilero. En la casa de gobierno hizo guardia una compañía del mismo ejército.
Los miembros del poder ejecutivo se reunieron apresuradamente; y en el consejo de ministros presidido por el presidente de la república, el ministro Gill tomó la palabra y explicó: la situación extrema, desesperante, a que había quedado reducido el prestigio del superior gobierno de la república, a consecuencia del inesperado desastre sufrido por las fuerzas del general Serrano. Que el caudillo revolucionario, comandante Molas, había ya notificado a los plenipotenciarios aliados su propósito de entrar a tomar posesión de la capital, y hacer tabla rasa de la administración legalmente constituida.
Que en presencia de tan angustioso trance, invocando los primordiales intereses públicos comprometido por el capricho de un subalterno rebelde, y a nombre del principio de autoridad que encarnaba el gobierno de que ellos eran representantes responsables, consideraba llegado el momento de solicitar del ministro brasilero el Ejército Imperial para batir a la revolución triunfante.
El ministro de hacienda terminó diciéndoles que la petición debía ser por escrito, revestido de la mayor formalidad, como pieza de cancillería, y firmada por todos los ministros y el presidente de la república.
Como la proposición mereciera unánime apoyo, se labró el acta, cuyo texto va a continuación, sirviendo de modelo un borrador que Gill llevó de la legación brasilera.
He aquí el acta famosa de claudicación ciudadana, que firmada por los ministros y el presidente, fue enviada con urgencia por el ministro de relaciones exteriores al consejero plenipotenciario del Emperador, Araujo Gondim:
‹‹En la ciudad de la Asunción capital de la República del Paraguay a los veinticinco días del mes de Abril de mil ochocientos setenta y cuatro, reunidos en el Palacio de Gobierno los ciudadanos Secretarios de Estado, generales don Bernardino Caballero, don Germán Serrano, don Patricio Escobar y los señores don Juan Bautista Gill y don Higinio Uriarte, bajo la presidencia del Vice-Presidente de la República en ejercito del Poder Ejecutivo, ciudadano don Salvador Jovellanos, se acordó por unanimidad pasar una nota al Excmo. Señor Envido Extraordinario y Ministro Plenipotenciario del Imperio del Brasil, requiriendo el apoyo moral y material de las fuerzas brasileras para garantir el orden público y afianzar la autoridad del gobierno legal desconocida por una rebelión armada y encabezada por los sargentos mayores Molas y Ávalos.
Este acuerdo o resolución es tomado no sólo en vista de la situación, sino del tratado vigente de paz entre esta Republica y el Imperio del Brasil, celebrado el día 9 de Enero de 1872 que en el artículo 20 establece – “que aún después de la data de dicho tratado, el gobierno de S.M. Imperial podrá, de acuerdo con la República del Paraguay, conservar en el territorio de la República la parte de su ejército que juzgase necesaria a mantener el orden…” siendo como es de hecho trastornado este orden en el país.
En fe de ello y no habiendo más asunto que resolver, se firmó la presente acta, fecha ut supra.
‹‹Jovellanos››
‹‹Bernardino Caballero››
‹‹Ministro de Justicia››
‹‹Culto e Instrucción Pública››
‹‹Germán Serrano››
‹‹Ministro del Interior››
‹‹Patricio Escobar››
‹‹Ministro de Guerra y Marina››
‹‹Juan B. Gill››
‹‹Ministro de Hacienda››
‹‹Higinio Uriarte››
‹‹Ministro de Hacienda››
‹‹Higinio Uriarte››
‹‹Ministerio de Relaciones Exteriores››
Conmemorando este hecho el citado hombre público don Jaime Sosa Escalada, dice: ‹‹ El gobierno quedaba completamente desarmado, inerme, y a merced de un caudillo audaz como el mayor José Dolores Molas.
‹‹Los generales Caballero, Escobar y Serrano, que pocos días antes mandaban un ejército de tres a cuatro mil hombres y que se tenían por jefes muy prestigiosos, estaban desmoralizados
Y no atinaban a tomar medidas conducentes a organizar algunas fuerzas. Estaban entregados a Gill, que ejercía sobre ellos dominio absoluto. Estaban anulados como caudillos.
El gobierno sólo dominaba la capital. El presidente Jovellanos era una víctima sacrificado a los intereses del Brasil. Su acción era la inacción, peor todavía, la impotencia. Se le respetaba, es cierto, pero no se le consultaba. Se le dada cuenta de lo que se había hecho, y él asentía con una imperceptible inclinación de cabeza.
‹‹Gill era ministro de hacienda , recientemente nombrado después de su regreso del destierro (a donde lo había arrojado el general Ferreira) y más que ministro, era ya presidente, porque dominaba completamente la situación, y el señor Jovellanos que se veía desairado, no renunciaba porque no se le permitía el consejero Gondim, ministro brasilero; y los que vivieron y actuaron en aquellos tiempos famosos, sabían a qué atenerse cuando oían de los labios de la omnipotente brasilera palabra como éstas, dichas en un tono especialmente, enérgico y significativo: ‹‹Eu nao lhe permitto renunciar… Eu tenho que responder ao meu governo com a sua presença nesta cadeira›› - señalando el sillón presidencial.
‹‹A favor de Gill estaban las fuerzas del Imperio, y arriba de éstas y dominado a éstas, la política brasilera empeñada en hacerlo presidente a todo trance…
‹‹De aquí el que acentuasen sus exigencias relativas a la ocupación militar, al protectorado, y la limitación de concesiones a la República Argentina…
‹‹El triunfo completo obtenido por el Brasil en toda la línea (después de la dispersión de las fuerzas de Molas) embriagó e hizo perder la cabeza hasta a hombres de la talla del Vizconde de Río Branco, Cotegipe, Araguaya, Gondim, quienes en su loco desvarío, llegaron hasta cartearse con el señor Gill sobre la manera y forma de hacer práctica la anexión del Paraguay al Imperio
‹‹Los brasileros creyeron que en el corazón de cada paraguayo había muerto todo sentimiento de amor patrio, o que los paraguayos carecían de inteligencia y no tenían por lo tanto ningún alcance político. Creyeron más: que los paraguayos estaban sometidos de buena voluntad, pudiendo contarse con su leal adhesión››…
El coronel Matías Goiburú, que había prestado valiosos servicios a la revolución triunfante desde la ciudad, conquistándole adeptos y elementos, y transmitidos a su comandante en jefe – su antiguo compañero e íntimo amigo – las medidas y disposiciones que el gobierno tomaba en la capital de la república, resolvió contribuir con su acción individual a la beuna causa, trasladándose el veintiséis al campo revolucionario.
Goiburú llevó la sensacional noticia a Molas, de que al día siguiente los brasileros saldrían a atacarle; y le aconsejó escogiera un lugar estratégico donde ubicar su gente para defender con ventaja. Le ayudó activamente en la organización de sus unidades y, al obscurecer, dejaron a Trinidad, de común acuerdo, dirigiéndose a Luque.
En la mañana del 27 Molas extendió sus fuerzas en líneas de batalla al oeste del pueblo, sobre la cuesta del terreno al Campo Grande, dispuesto a esperar allí al enemigo. Su espíritu habitualmente tan sereno se sentía ligeramente conturbado, no por lo que personalmente el peligro pudiera amenazarle, pues estaba acostumbrado a jugar su vida en aventuras inauditas, sino ante la responsabilidad histórica que la gravísima emergencia podía hacer gravitar sobre su nombre……en verdad, ninguno como el comandante Molas estuviera autorizado a repetir las interrogaciones del súper-almirante Nelson: ‹‹ ¿Qué es el miedo? Dígame – yo no conozco – explíquenme eso que llaman miedo››. Pero en el caso presente no se iba a debatir el destino o la fortuna de una persona. Se trataba de deslindar un principio jurídico, inalienable, dentro del derecho internacional; y el complejo problema se presentaba obscuro al criterio y al patriotismo del noble joven comandante.
Porque en resumen de cuentas, propiamente, la cuestión sencilla consistía en oponer fuerza contra la fuerza. Y el comandante Molas no estaba decidido a lanzar al sacrificio estéril, en una lucha desventajosa, de uno contra cinco, a centenares de valientes correligionarios muy caros a su corazón.
El Paraguay era un Estado desgraciado abandonado a su ingrato destino, que después de seis espantosos años de guerra a muerte; después de haber sido presa su territorio de extensos desmembramientos y cargado de deudas inverosímiles, todavía no se le concedía el derecho de constituirse políticamente con sus elementos nacionales.
El mismo mister Monroe que tan celoso se mostrara de la liberación del esclavo negro, le había vuelto la espada, declarándose sordo e indiferente ante el sangriento espectáculo del hundimiento de una poderosa civilización cristiana.
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Apenas recibida la comunicación gubernativa del ministerio de relaciones exteriores en la legación brasilera, el ministro Araujo Gondim transmitió órdenes al estado mayor general, y el ejercito imperial empuñó las armas y se apercibió a marchar.
Al subsiguiente día temprano partieron tres mil quinientos hombres de las tres armas camino de la Trinidad, donde se detuvieron a hacer rancho. Media hora antes desalojó igualmente el ejercito argentino sus cuarteles de la Asunción; no para oponerse a que las huestes imperiales salieron a batir a los revolucionarios, sino para dejarle el campo completamente libre – yéndose a instalar en Villa Hayes, territorios paraguayo que ocupaba los argentinos, de hecho, desde la segunda declaración de su gobierno de que: ‹‹La victoria no fundaba derecho››.
A las dos post meridiem se dejó ver de los revolucionarios el ejército imperial, compuesto de tres batallones que formaban el centro y marchaban en columnas cerradas; a la derecha tres baterías de campaña de cañones Krupps, y a los costados dos regimientos de caballería escalonados por escuadrones, mandados por los generales Mesquita y Barón de Yaguarón.
La vanguardia se componía de media compañía de conscriptos paraguayos, reclutados con mucha dificultad, que llevaba la bandera tricolor e iba a las órdenes de un jefe brasilero.
El general Serrano tan desperdigado y mohíno el día anterior – devuelto a la capital en paños menores por un payaguá – iba rebosante de garbo, donaire y vanidad cual si participara de una gira triunfal, conversando tété á tété al lado de los dirigentes imperiales.
¿Quién hubiera podido leer en lo porvenir para comunicarle que el año siguiente iría con sombrero en mano, temblándole le tierra bajo los pies, expulsando ignominiosamente del ministerio del interior, borrado del escalafón militar y pendiente la pena de muerte sobre su cabeza, a implorar humildemente la alta y nobilísima generosidad de ese mismo joven comandante al que con tanto ahínco trataba de anonadar?
Cuando la comisión militar salida del campamento de los generales Emilio Gill y Escobar lo tomó al general Serrano – por felonía del alférez Canteros y del coronel Francisco Lino Cabrizas que le debía la vida – aquél hombre en desgracia comprendió que le llegaba su última hora; y desprendiéndose su rico reloj de oro con cadena, entregó a un sargento de la partida que él supuso fuera el designado para arrancarle la vida, diciéndole: ‹‹sargento, guarde esta joya que mucho he estimado, por haber sido regalo del mariscal López››.
El sargento guardó la alhaja y luego lo degolló. Devolvió sin embargo fineza por fineza: le cortó después de muerto su blonda y luenga barba que fue remitida a las hermanas de Serrano.
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El blanco que presentaba a los cañones de Molas aquel conjunto de hombres en formación espesa, casi compacta, escalando la suave pendiente del Campo Grande, era espléndido. Goiburú calculó infligirle unas trescientas bajas ante de que llegara a ponerse a tiro de fusil, y se empeñó en hacerle fuego. Los paraguayos enardecidos y sin importarles la extrema inferioridad de número y de elemento de guerra, sólo esperaban la señal para lanzarse a la lucha.
Pero las consecuencias mortales e irreparables de un acto inconsulto pesarían fatal y directamente sobre el joven caudillo comandante, que a pesar de que no contaba más de veinticinco años, poseía el don del mando y la conciencia luminosa de la suprema responsabilidad; y se negó firmamento a que se hiciera un solo disparo.
No quiso jugar la existencia de setecientos abnegados compañeros contra un ejército regular de tres mil quinientos hombres. Goiburú se mostró disgustado y se retiró por Limpio a villa Occidental.
Molas una vez convencido de que el Imperio, contando con el beneplácito del gobierno argentino, no iba a permitir la preponderación de una revolución popular contra Jovellanos y Gill, embarcó en los trenes a sus infantes para que fueran conducidos a sus hogares; licenció a su hermosa caballería, y él tomó el camino del destierro.
De la capital correntina que escogió para su residencia, lanzó un elocuente manifestó a sus correligionarios y amigo, explicándoles todos los detalles de su heroica aunque efímera campaña: las acechanzas de soborno que pretendieron ejercer con su altivez de honesto patriota defensor de la santa causa del pueblo; y les prometió volver, en no lejana época, a ponerse nuevamente a su frente para proseguir la lucha en mejores circunstancias hasta vencer o morir.
Acusó ante el país, de deslealtad a los generales, a quienes presentó como verdaderos traidores a la causa nacional.
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Los generales Caballero y Escobar tenían también, como Serrano, pendiente sobre sus cabezas la sentencia de muerte. Su ejecución se prolongó únicamente por causas diversas accidentales. (El general Caballero Exigió de general Escobar por escrito adherirse al presidente Gill en el asesinato del general Serrano. El documento de complicidad en el crimen del antiguo compañero, obra en poder de un escritor paraguayo que lo dará a luz en un libro que está escribiendo)
Gill les dijo a don Manuel Sánchez Caballero y don Jaime Sosa Escalada, refiriéndose a aquellos: Coaba-có ya oicoreimíntema. Aicuaapá-co la oyapoceba; pero masque esá pirí ha añacambotane.
‹‹Estos – mostrando a Caballero y Escobar –ya hacen peso estériles sobre la tierra. Son héroes por fuerza. Conozco bien sus intenciones; pero en cuanto pestañeen les daré en la cabeza.
Ciertamente que había que reconocer un factor inapreciable en el haber de Caballero: su inmensa, su incontrastable suerte. El general Bernardino Caballero tenía tanta suerte como don Manuel Gondra y como el presidente argentino, doctor Hipólito Irigoyen!
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Terminada la revolución del comandante Molas, el ministro Gill hizo distribuir profusamente a todas las autoridades de la república, la siguiente circular.
‹‹Departamento del Interior
‹‹Asunción, Mayo 2 de 1874
‹‹Al cuidado Jefe Político de…
‹‹Bajo su más estricta responsabilidad, procederá Vd., a todo trance y por todos los medios a su alcance, a la captura de los criminales:
‹‹Sargento Mayor José Dolores Molas – coronel Silvestre Aveiro – Juan B. Candia – Mayor Anglés Ávalos – Matías Goiburú – Mayor Manuel Rojas – José Andrés Decoud – Ezequiel Verón – Mayor Juan Pablo López – Octaviano Rivarola – Jacinto Rivarola – Cándido Giménez – Pastor Melgarejo – Mayor Esteban Moreno – Mayor Marcelo Galeano.
‹‹Los cuales s han hecho todo reos de rebelión, robo y saqueo, llagando algunos de ellos a hacerse culpables o cómplices de asesinato alevoso con enseñamiento.
‹‹Tenga presente que todo ciudadano, y más particularmente la autoridad que ampare o encubre con su silencio o inacción la no captura de los susodichos criminales considerando por la ley como cómplice, y por lo tanto sujeto a la acción de ésta, que el Gobierno hará efectiva con la mayor energía por exigirlo así la vindicta pública tan infamemente ultrajada; y en vista de las criticas circunstancias por que atraviesa la República.
‹‹ Dios guarde a Vd.
‹‹Juan B. Gill››
FIN.
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