PASAJE DE YPECUA
Ensayo de
JUAN GUALBERTO GONZÁLEZ
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Reminiscencias Históricas
de la Guerra del Paraguay
Del Diario "La Democracia" de 1897
Imprenta Zamphirópolos
Asunción – Paraguay
Ensayo de
JUAN GUALBERTO GONZÁLEZ
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Reminiscencias Históricas
de la Guerra del Paraguay
Del Diario "La Democracia" de 1897
Imprenta Zamphirópolos
Asunción – Paraguay
.
DEDICATORIA
.
Señor don Juansilvano Godoy
.
Asunción, Diciembre 1º de 1913
Mi distinguido señor y amigo:
Me complazco en remitirle un estudio intitulado «Reminiscencias Históricas de la Guerra del Paraguay», en que traté de bosquejar el pasaje del estero «Ypecuá», efectuado por el resto del ejército paraguayo después de la memorable batalla de «Lomas Valentinas» en Diciembre de 1868. Es con pequeñas variantes, él mismo que publiqué en «La Democracia» el 29 de Diciembre de 1897.
Al someter a su ilustrada consideración este modesto trabajo, cumple a mi lealtad declarar que no es mi ánimo exhibirme, ni mucho menos con pretensiones literarias, pero si por su forma no es digna de su benevolencia de escritor, la ofrenda no debe ser desdeñada por el patriota de verdad que ha colocado sobre inamovible pedestal al prócer que ha sintetizado la abnegación y el heroísmo del soldado paraguayo.
Dígnese aceptarlo, con el testimonio sincero de mi admiración y profundo respeto.
J. G.G.
REMINISCENCIAS HISTÓRICAS
DE LA GUERRA DEL PARAGUAY
PASAJE de YPECUÁ
En el año 1867 se organizó en ésta Capital un batallón denominado 51, de 700 plazas, dividido en siete compañías, cinco de granaderos y dos de cazadores.
Los conscriptos, en cuyo número tuve el honor de contarme, eran en su mayor parte jóvenes, de 14 a 18 años, a excepción de los jefes y oficiales que eran ya experimentados en el manejo de las armas.
Cuando fue evacuada la Asunción, a consecuencia del arribo de tres acorazados brasileños, el teniente coronel Benegas, que mandaba aquel batallón, en virtud de órdenes recibidas, trasladóse a la Trinidad, en donde por medio de continuados ejercicios militares, logró imprimir a su pequeña tropa una rigurosa disciplina. Si a esta circunstancia se añade el valor proverbial del soldado paraguayo, no será aventurado prejuzgar que aquella falange juvenil, esperase con ansiedad el momento en que debía batirse con el enemigo y sacrificarse por la patria.
El 20 de Diciembre de 1868, recibió orden el comandante Benegas de trasladarse con su batallón a «Lomas Valentinas», punto en que se encontraba el cuartel general del Mariscal López. Así se hizo al siguiente día, tomando el tren hasta Paraguarí y marchando a pie de este punto al teatro de la guerra. Al llegar aquí, el mismo Mariscal visitó a la tropa y mantuvo una conversación animada con su jefe.
Amaneció el día 27.
Era una mañana nublada y apacible soplando el viento Este.
Desde temprano oíanse los clarines, anunciando la hora solemne de la lucha.
El momento llegó.
Los cañones, las coheteras a la congreve y los fusiles, lanzaron bombas, metrallas y balas, en tal cantidad, que aquello parecía una verdadera lluvia de proyectiles que sembraba por doquier la destrucción, la muerte, con un ruido atronador, indescriptible, que a la tierra misma hacía estremecer.
El humo que despedían loas cañones y fusiles produjo en pocos momentos una gran oscuridad; pero la lucha seguía con ardor, con encarnizamiento, cada, vez más sangrienta.
Al fin los enemigos intentaron asaltar y tomar la trinchera paraguaya.
Los esfuerzos se redoblaron entonces; avanzaban en columna cerrada y compacta, atacaban, y eran detenidos y batidos por la parte nuestra, viéndose obligados a retroceder los que no caían en medio de aquella carnicería espantosa causada con fusilería y arma blanca.
Se restablecían las filas, volvían los enemigos, y se reproducía el mismo cuadro aterrador hasta que hubo desaparecido el último paraguayo de la trinchera.
Después de esta resistencia desesperada, los soldados de la alianza tomaron las trincheras, y avanzaron sobre el batallón 51, que no había tomado participación en la lucha, hallándose no obstante en pie de batalla desde temprano y a poca distancia del lugar del combate referido, con orden de iniciar la acción, luego que las trincheras fueran desalojadas.
El teniente coronel Benegas desplegó guerrilla, esperó al enemigo e inició el combate, rompiendo fuego sobre las invasores.
Estos, a pesar de las muchas bajas que se produjeran en sus filas, no contestaron con descargas sino que avanzaron hasta situarse cerca de sesenta pasos de los soldados paraguayos, repitiéndose en este momento esa resistencia que sobrepasa toda ponderación.
A pesar de la inmensa superioridad numérica de los enemigos, el batallón 51 siguió sosteniendo el combate con una intrepidez digna de los que le precedieron en la defensa heroica de las trincheras.
Pero poco a poco diezmábase la tropa, y veíase caer el primer comandante, Benegas, el segundo, mayor López y otros oficiales, quedando el mando a cargo de un teniente que era el único oficial que quedaba en pie.
Pertenecía yo a aquella falange juvenil, cuando apenas tenía 16 años y había ganado desde temprano la estimación de mis superiores, que me promovieron a cabo y después a instructor de mi compañía.
Cuando cayó el último jefe que quedaba, prodújose en nuestras filas una vacilación momentánea; según la ordenanza, a mi me correspondía Y asumí con entereza el mando de la tropa, restableciéndose incontinente el orden.
La lucha seguía, los soldados se batían como leones, nuestro batallón estaba ya a punto de desaparecer completamente, tantas bajas habíamos tenido, y sin embargo los enemigos no se atrevieron a asaltarnos para hacernos desalojar de nuestra posición.
Un balazo recibí en la cadera, lo cual no me impidió continuar mandando a mis soldados y descargar mi fusil de chispas sobre el enemigo.
Momentos después recibí otros dos balazos; uno que me ha inutilizado la muñeca derecha y otro que me atravesó el costado derecho, fracturándome algunas costillas, heridas estas últimas de gravedad, que me impidieron continuar el combate a pesar mío.
Penetré en el monte cercano que estaba rodeado de un tupido caraguatá, de punzantes espinas, sobreviniéndome un desmayo producido indudablemente por la abundante hemorragia de las heridas.
Al anochecer abandone el monte y siguiendo el camino de potrero «Mármol», pernocté en una casita en compañía de varios camaradas que se encontraban igualmente heridos.
Al siguiente día 28, llegamos a la orilla de un grande e imponente estero llamado «Ypecuá», desde donde se divisaba un cerro en medio del estero, punto en que se habían ya reunido muchos heridos y algunas mujeres.
Como los enemigos ocupaban todos los puntos transitables, teníamos necesidad de vadear el dilatado estero, que partiendo de «Mármol Potrero», pasa el departamento de Carapeguá, para desaguar en el río Paraguay, después de recorrer una distancia de varias leguas.
Su profundidad general era de 1 1/4 a 1 1/3 váras castellanas, teniendo en varios puntos del trayecto canales muy profundos y prolongados que no se podían pasar sino a nado, siendo la corriente bastante impetuosa.
Gran parte de la superficie del agua hallábase cubierta de camalotes y esteras que al1bergaban en su seno infinidad de animales ponzoñosos.
Al salir el sol resolvimos pasar el estero con rumbo Sur y llegamos a dicho cerro al medio día; después continuamos nuestras marchas siguiendo siempre el estero con rumbo Este, y como no hubiese donde detenernos a tomar descanso proseguimos la carrera durante toda la tarde y noche, ayudados de la pálida claridad de la luna.
A la madrugada hallamos un pequeño banco en medio del estero, poblado de sauces, en cuyas ramas posaban bandadas de Caráû, que, con sus tristes lamentos parecían presagiar algún trágico suceso.
Descansamos allí hasta el amanecer para volver a proseguir la penosísima vía crucis, no sin sufrir algunas pérdidas por el camino, pues, era verosímil creer que algunos muriesen de las heridas recibidas, otras de las mordeduras de las víboras ponzoñosas y que hubiese también quienes se ahogasen a consecuencia de la varia profundidad del estero, y que finalmente varios, a causa de excesivas fatigas se quedasen definitivamente para siempre y jamás volver de aquel lúgubre sitio.
A cada paso desarrollábanse a nuestra vista escena de dolor, de abnegación y altruismo, que no se relacionan aquí por no extenderse más de lo que se debe este memorial.
En el punto en que el lago Ypoá desagua en el estero Ypecuá auméntase mucho su caudal, al extremo de parecer a un río.
En este lugar hallábase una pequeña guarnición que con una canoa hacía el pasaje de los que llegaban.
Aquí quedamos un momento esperando la vuelta de dicha canoa, era como las doce del día, hacía un fuerte calor y con asombro pudimos contemplar aquella gran laguna que como un río desbordado salía de su cauce empujada por el agua del lago Ypoá en carrera precipitada y vertiginosa.
¿Qué hubiera sido de nosotros si no hubieran venido a tiempo aquellos tripulantes con su pequeña embarcación?, pués a ellos les debemos nuestras vidas, fue la salvación del resto que aún quedábamos.
De este punto seguimos embarcados con rumbo Sur y hacia la dirección del departamento de Carapeguá.
Desembarcamos inmediatamente que pasamos la gran laguna, pues no había tiempo ni un minuto que perder, para proseguir nuestra marcha del modo como lo iniciamos, es decir, a pie, nadando unas veces, tanteando el lecha del estero otras, valiéndonos a menudo de maromas para los pasos más difíciles llegando, al fin, a la orilla opuesta, después de recorrer muchas millas, al ponerse el sol.
Al recordar estos hechos no sé explicarme cómo con tres balazos que me produjeron mucha hemorragia, pude pasar, después del combate un día y una noche sin tomar alimento, sin asistencia médica, y cómo pude estar con intensa fiebre otros dos días y una noche en el agua.
Después de esta penosa odisea que revestirá para muchos el carácter de una fábula, por más que sea la pura realidad, según pueden atestiguarlo algunos sobrevivientes de aquella memorable y gloriosa jornada, era de suponerse el aspecto que presentaríamos, que, a decir verdad, era más que de vivos, de cadáveres.
Era extrema la debilidad en que nos encontrábamos, no podíamos probar bocado, sino con muchísima dificultad.
El día 30 abandonarnos el estero y a causa de la falta de asistencia médica, de higiene y lavajes de nuestras heridas, tuvimos que correr los riesgos consiguientes; en efecto, la fiebre infecciosa por una parte, la invasión de los gusanos a las heridas, y la extremada debilidad en que nos encontrábamos, nos sometían a durísima prueba de que no hubiéramos salvado nuestras vidas sin el concurso de aquellas heroicas mujeres, que desde el campamento del ejercito de «Lomas Valentinas» venían siguiendo con firmeza nuestros pasos.
Después seguimos camino de Carapeguá, Tabapy, Acahái, Paraguarí, Sapucay, Mbopicuá (Cordillera), Valenzuela hasta llegar a Piribebuy, asiento del Gobierno, y punto estratégico organizado para la defensa de la patria contra los Aliados.
Esta jornada efectuada por nosotros, desde el punto inicial de «Lomas Valentinas», hasta Piribebuy, fue llena de sufrimientos y penurias; pues era lógico suponer así, desangrados, recorrer todo el trayecto a pie, y a consecuencia de la falta de alimentos de los más indispensables, en muchas ocasiones, teníamos que conformarnos con el hallazgo de algunas frutas verdes para matar aquel día el hambre y poder; a duras penas, continuar nuestra penosa marcha.
Recuerdo perfectamente que llegamos al anochecer y dormimos frente a la Policía, que estaba a cargo del señor Manuel Solalinde.
Al siguiente día fuimos atendidos por los cirujanos Wenceslao Velilla, Esteban Gorostiaga, el doctor Skinner (inglés) y las practicantes Alvarenga y Roa.
En el hospital, en que estaba atendido por los médicos y mi inolvidable madre, estuve gravemente enfermo a causa de un principio de gangrena que se me produjo en una de las heridas que había recibido en la batalla, y gracias a una resistencia grande que opuse a los cirujanos Skinner y Velilla, no se me amputó el brazo.
A los siete y medio meses estuve restablecido y pude incorporarme a las fuerzas mandadas por el teniente coronel Caballero, que había fortificado aquella plaza para oponer resistencia al enemigo. La artillería estaba a cargo del sargento mayor Hilario Amarilla que era su segundo.
En Agosto del 69 presentáronse los aliados a la trinchera, en que yo volvía a empuñar las armas, recibiendo entonces el grado de sargento.
Sitiada la plaza y bombardeada el 12 del mismo mes y año, fue tomada a viva fuerza, produciéndose muchas bajas en el enemigo, siendo de este número el general brasileño Mena Barreto.
Hecho prisionero el teniente coronel Caballero, fue estaqueado de pies y manos y degollado por orden del conde D'Eu, general en jefe del ejército aliado. La defensa de la plaza se hizo con 1500 hombres compuestos en su mayoría de inválidos de la guerra, ancianos, niños y mujeres que espontáneamente tomaban las armas al lado de sus padres, esposos, hijos y hermanos, con entusiasmo para sacrificarse en aras de la Patria.
El resto indefenso que quedaba batido y arrollado completamente por el enemigo, que contaba siempre con inmensa superioridad numérica sobre las tropas paraguayas, fue hecho prisionero, figurando en el número de los caídos el narrador.
Este triunfo lo celebraron los aliados con bombas y platillos, repiques y el incendio del hospital de sangre y la salitrera, edificios contiguos, en que se habían refugiado algunos heridos; y todo esto después de dar el manotón a las onzas de oro y a los Carlos IV que formaban el Tesoro Nacional. Anteriormente la soldadezca del Imperio había sorprendido una partida de treinta y cinco carretas grandes del estado, repletas de cajones clavados y cinchados que contenían las mismas monedas de oro y plata. Las alcanzó en el camino de Tobatí a Barrero Grande, y las tomó a viva fuerza, pasando a degüello a sus conductores.
Asunción, Diciembre 1º de 1913
Mi distinguido señor y amigo:
Me complazco en remitirle un estudio intitulado «Reminiscencias Históricas de la Guerra del Paraguay», en que traté de bosquejar el pasaje del estero «Ypecuá», efectuado por el resto del ejército paraguayo después de la memorable batalla de «Lomas Valentinas» en Diciembre de 1868. Es con pequeñas variantes, él mismo que publiqué en «La Democracia» el 29 de Diciembre de 1897.
Al someter a su ilustrada consideración este modesto trabajo, cumple a mi lealtad declarar que no es mi ánimo exhibirme, ni mucho menos con pretensiones literarias, pero si por su forma no es digna de su benevolencia de escritor, la ofrenda no debe ser desdeñada por el patriota de verdad que ha colocado sobre inamovible pedestal al prócer que ha sintetizado la abnegación y el heroísmo del soldado paraguayo.
Dígnese aceptarlo, con el testimonio sincero de mi admiración y profundo respeto.
J. G.G.
REMINISCENCIAS HISTÓRICAS
DE LA GUERRA DEL PARAGUAY
PASAJE de YPECUÁ
En el año 1867 se organizó en ésta Capital un batallón denominado 51, de 700 plazas, dividido en siete compañías, cinco de granaderos y dos de cazadores.
Los conscriptos, en cuyo número tuve el honor de contarme, eran en su mayor parte jóvenes, de 14 a 18 años, a excepción de los jefes y oficiales que eran ya experimentados en el manejo de las armas.
Cuando fue evacuada la Asunción, a consecuencia del arribo de tres acorazados brasileños, el teniente coronel Benegas, que mandaba aquel batallón, en virtud de órdenes recibidas, trasladóse a la Trinidad, en donde por medio de continuados ejercicios militares, logró imprimir a su pequeña tropa una rigurosa disciplina. Si a esta circunstancia se añade el valor proverbial del soldado paraguayo, no será aventurado prejuzgar que aquella falange juvenil, esperase con ansiedad el momento en que debía batirse con el enemigo y sacrificarse por la patria.
El 20 de Diciembre de 1868, recibió orden el comandante Benegas de trasladarse con su batallón a «Lomas Valentinas», punto en que se encontraba el cuartel general del Mariscal López. Así se hizo al siguiente día, tomando el tren hasta Paraguarí y marchando a pie de este punto al teatro de la guerra. Al llegar aquí, el mismo Mariscal visitó a la tropa y mantuvo una conversación animada con su jefe.
Amaneció el día 27.
Era una mañana nublada y apacible soplando el viento Este.
Desde temprano oíanse los clarines, anunciando la hora solemne de la lucha.
El momento llegó.
Los cañones, las coheteras a la congreve y los fusiles, lanzaron bombas, metrallas y balas, en tal cantidad, que aquello parecía una verdadera lluvia de proyectiles que sembraba por doquier la destrucción, la muerte, con un ruido atronador, indescriptible, que a la tierra misma hacía estremecer.
El humo que despedían loas cañones y fusiles produjo en pocos momentos una gran oscuridad; pero la lucha seguía con ardor, con encarnizamiento, cada, vez más sangrienta.
Al fin los enemigos intentaron asaltar y tomar la trinchera paraguaya.
Los esfuerzos se redoblaron entonces; avanzaban en columna cerrada y compacta, atacaban, y eran detenidos y batidos por la parte nuestra, viéndose obligados a retroceder los que no caían en medio de aquella carnicería espantosa causada con fusilería y arma blanca.
Se restablecían las filas, volvían los enemigos, y se reproducía el mismo cuadro aterrador hasta que hubo desaparecido el último paraguayo de la trinchera.
Después de esta resistencia desesperada, los soldados de la alianza tomaron las trincheras, y avanzaron sobre el batallón 51, que no había tomado participación en la lucha, hallándose no obstante en pie de batalla desde temprano y a poca distancia del lugar del combate referido, con orden de iniciar la acción, luego que las trincheras fueran desalojadas.
El teniente coronel Benegas desplegó guerrilla, esperó al enemigo e inició el combate, rompiendo fuego sobre las invasores.
Estos, a pesar de las muchas bajas que se produjeran en sus filas, no contestaron con descargas sino que avanzaron hasta situarse cerca de sesenta pasos de los soldados paraguayos, repitiéndose en este momento esa resistencia que sobrepasa toda ponderación.
A pesar de la inmensa superioridad numérica de los enemigos, el batallón 51 siguió sosteniendo el combate con una intrepidez digna de los que le precedieron en la defensa heroica de las trincheras.
Pero poco a poco diezmábase la tropa, y veíase caer el primer comandante, Benegas, el segundo, mayor López y otros oficiales, quedando el mando a cargo de un teniente que era el único oficial que quedaba en pie.
Pertenecía yo a aquella falange juvenil, cuando apenas tenía 16 años y había ganado desde temprano la estimación de mis superiores, que me promovieron a cabo y después a instructor de mi compañía.
Cuando cayó el último jefe que quedaba, prodújose en nuestras filas una vacilación momentánea; según la ordenanza, a mi me correspondía Y asumí con entereza el mando de la tropa, restableciéndose incontinente el orden.
La lucha seguía, los soldados se batían como leones, nuestro batallón estaba ya a punto de desaparecer completamente, tantas bajas habíamos tenido, y sin embargo los enemigos no se atrevieron a asaltarnos para hacernos desalojar de nuestra posición.
Un balazo recibí en la cadera, lo cual no me impidió continuar mandando a mis soldados y descargar mi fusil de chispas sobre el enemigo.
Momentos después recibí otros dos balazos; uno que me ha inutilizado la muñeca derecha y otro que me atravesó el costado derecho, fracturándome algunas costillas, heridas estas últimas de gravedad, que me impidieron continuar el combate a pesar mío.
Penetré en el monte cercano que estaba rodeado de un tupido caraguatá, de punzantes espinas, sobreviniéndome un desmayo producido indudablemente por la abundante hemorragia de las heridas.
Al anochecer abandone el monte y siguiendo el camino de potrero «Mármol», pernocté en una casita en compañía de varios camaradas que se encontraban igualmente heridos.
Al siguiente día 28, llegamos a la orilla de un grande e imponente estero llamado «Ypecuá», desde donde se divisaba un cerro en medio del estero, punto en que se habían ya reunido muchos heridos y algunas mujeres.
Como los enemigos ocupaban todos los puntos transitables, teníamos necesidad de vadear el dilatado estero, que partiendo de «Mármol Potrero», pasa el departamento de Carapeguá, para desaguar en el río Paraguay, después de recorrer una distancia de varias leguas.
Su profundidad general era de 1 1/4 a 1 1/3 váras castellanas, teniendo en varios puntos del trayecto canales muy profundos y prolongados que no se podían pasar sino a nado, siendo la corriente bastante impetuosa.
Gran parte de la superficie del agua hallábase cubierta de camalotes y esteras que al1bergaban en su seno infinidad de animales ponzoñosos.
Al salir el sol resolvimos pasar el estero con rumbo Sur y llegamos a dicho cerro al medio día; después continuamos nuestras marchas siguiendo siempre el estero con rumbo Este, y como no hubiese donde detenernos a tomar descanso proseguimos la carrera durante toda la tarde y noche, ayudados de la pálida claridad de la luna.
A la madrugada hallamos un pequeño banco en medio del estero, poblado de sauces, en cuyas ramas posaban bandadas de Caráû, que, con sus tristes lamentos parecían presagiar algún trágico suceso.
Descansamos allí hasta el amanecer para volver a proseguir la penosísima vía crucis, no sin sufrir algunas pérdidas por el camino, pues, era verosímil creer que algunos muriesen de las heridas recibidas, otras de las mordeduras de las víboras ponzoñosas y que hubiese también quienes se ahogasen a consecuencia de la varia profundidad del estero, y que finalmente varios, a causa de excesivas fatigas se quedasen definitivamente para siempre y jamás volver de aquel lúgubre sitio.
A cada paso desarrollábanse a nuestra vista escena de dolor, de abnegación y altruismo, que no se relacionan aquí por no extenderse más de lo que se debe este memorial.
En el punto en que el lago Ypoá desagua en el estero Ypecuá auméntase mucho su caudal, al extremo de parecer a un río.
En este lugar hallábase una pequeña guarnición que con una canoa hacía el pasaje de los que llegaban.
Aquí quedamos un momento esperando la vuelta de dicha canoa, era como las doce del día, hacía un fuerte calor y con asombro pudimos contemplar aquella gran laguna que como un río desbordado salía de su cauce empujada por el agua del lago Ypoá en carrera precipitada y vertiginosa.
¿Qué hubiera sido de nosotros si no hubieran venido a tiempo aquellos tripulantes con su pequeña embarcación?, pués a ellos les debemos nuestras vidas, fue la salvación del resto que aún quedábamos.
De este punto seguimos embarcados con rumbo Sur y hacia la dirección del departamento de Carapeguá.
Desembarcamos inmediatamente que pasamos la gran laguna, pues no había tiempo ni un minuto que perder, para proseguir nuestra marcha del modo como lo iniciamos, es decir, a pie, nadando unas veces, tanteando el lecha del estero otras, valiéndonos a menudo de maromas para los pasos más difíciles llegando, al fin, a la orilla opuesta, después de recorrer muchas millas, al ponerse el sol.
Al recordar estos hechos no sé explicarme cómo con tres balazos que me produjeron mucha hemorragia, pude pasar, después del combate un día y una noche sin tomar alimento, sin asistencia médica, y cómo pude estar con intensa fiebre otros dos días y una noche en el agua.
Después de esta penosa odisea que revestirá para muchos el carácter de una fábula, por más que sea la pura realidad, según pueden atestiguarlo algunos sobrevivientes de aquella memorable y gloriosa jornada, era de suponerse el aspecto que presentaríamos, que, a decir verdad, era más que de vivos, de cadáveres.
Era extrema la debilidad en que nos encontrábamos, no podíamos probar bocado, sino con muchísima dificultad.
El día 30 abandonarnos el estero y a causa de la falta de asistencia médica, de higiene y lavajes de nuestras heridas, tuvimos que correr los riesgos consiguientes; en efecto, la fiebre infecciosa por una parte, la invasión de los gusanos a las heridas, y la extremada debilidad en que nos encontrábamos, nos sometían a durísima prueba de que no hubiéramos salvado nuestras vidas sin el concurso de aquellas heroicas mujeres, que desde el campamento del ejercito de «Lomas Valentinas» venían siguiendo con firmeza nuestros pasos.
Después seguimos camino de Carapeguá, Tabapy, Acahái, Paraguarí, Sapucay, Mbopicuá (Cordillera), Valenzuela hasta llegar a Piribebuy, asiento del Gobierno, y punto estratégico organizado para la defensa de la patria contra los Aliados.
Esta jornada efectuada por nosotros, desde el punto inicial de «Lomas Valentinas», hasta Piribebuy, fue llena de sufrimientos y penurias; pues era lógico suponer así, desangrados, recorrer todo el trayecto a pie, y a consecuencia de la falta de alimentos de los más indispensables, en muchas ocasiones, teníamos que conformarnos con el hallazgo de algunas frutas verdes para matar aquel día el hambre y poder; a duras penas, continuar nuestra penosa marcha.
Recuerdo perfectamente que llegamos al anochecer y dormimos frente a la Policía, que estaba a cargo del señor Manuel Solalinde.
Al siguiente día fuimos atendidos por los cirujanos Wenceslao Velilla, Esteban Gorostiaga, el doctor Skinner (inglés) y las practicantes Alvarenga y Roa.
En el hospital, en que estaba atendido por los médicos y mi inolvidable madre, estuve gravemente enfermo a causa de un principio de gangrena que se me produjo en una de las heridas que había recibido en la batalla, y gracias a una resistencia grande que opuse a los cirujanos Skinner y Velilla, no se me amputó el brazo.
A los siete y medio meses estuve restablecido y pude incorporarme a las fuerzas mandadas por el teniente coronel Caballero, que había fortificado aquella plaza para oponer resistencia al enemigo. La artillería estaba a cargo del sargento mayor Hilario Amarilla que era su segundo.
En Agosto del 69 presentáronse los aliados a la trinchera, en que yo volvía a empuñar las armas, recibiendo entonces el grado de sargento.
Sitiada la plaza y bombardeada el 12 del mismo mes y año, fue tomada a viva fuerza, produciéndose muchas bajas en el enemigo, siendo de este número el general brasileño Mena Barreto.
Hecho prisionero el teniente coronel Caballero, fue estaqueado de pies y manos y degollado por orden del conde D'Eu, general en jefe del ejército aliado. La defensa de la plaza se hizo con 1500 hombres compuestos en su mayoría de inválidos de la guerra, ancianos, niños y mujeres que espontáneamente tomaban las armas al lado de sus padres, esposos, hijos y hermanos, con entusiasmo para sacrificarse en aras de la Patria.
El resto indefenso que quedaba batido y arrollado completamente por el enemigo, que contaba siempre con inmensa superioridad numérica sobre las tropas paraguayas, fue hecho prisionero, figurando en el número de los caídos el narrador.
Este triunfo lo celebraron los aliados con bombas y platillos, repiques y el incendio del hospital de sangre y la salitrera, edificios contiguos, en que se habían refugiado algunos heridos; y todo esto después de dar el manotón a las onzas de oro y a los Carlos IV que formaban el Tesoro Nacional. Anteriormente la soldadezca del Imperio había sorprendido una partida de treinta y cinco carretas grandes del estado, repletas de cajones clavados y cinchados que contenían las mismas monedas de oro y plata. Las alcanzó en el camino de Tobatí a Barrero Grande, y las tomó a viva fuerza, pasando a degüello a sus conductores.
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