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jueves, 2 de septiembre de 2010

JULIO CÉSAR CHÁVEZ - FRANCISCO SOLANO LÓPEZ – CARTAS Y PROCLAMAS / Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY.


FRANCISCO SOLANO LÓPEZ – CARTAS Y PROCLAMAS
Reunidas por:
JULIO CÉSAR CHÁVEZ
(Enlace de datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Editorial NIZZA,
Asunción – Paraguay
1957 (250 páginas)
Edición digital:
BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY
Enlace al:
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ÍNDICE
PRIMERA PARTE

COMANDO EN JEFE Y MINISTERIO DE GUERRA
1845.
1. Diciembre. Proclama al ejército expedicionario de Corrientes
2. Diciembre 24. Nota a C. A. López. Llegada a Corrientes

1846.
3. Enero 23. Nota a C. A. López. Preparativos bélicos
4. Febrero 23. Nota a C. A. López. Negociación Urquiza-Madariaga
5. Marzo 9. Nota a C. A. López. La sublevación de Payubre

1849.
6. Junio 20. Nota al Presidente López. Ocupación de Misiones
7. Diciembre 25. Nota al Presidente López. La Independencia Nacional

1851.
8. Febrero 28. Bando sobre moralidad del Ejército
9. Noviembre 30. Carta al Gobernador de Corrientes, Pujol. Vísperas de Caseros

1852.
10. Diciembre 29. Nota al ministro inglés Hotham. Sobre la negociación de un
tratado

1854.
11. Junio. Nota al Secretario de Estado español. El jus soli
12. Junio. Nota al Secretario de Estado español. Réplica
13. Octubre 16. Nota al Secretario de Estado español

1855.
14. Abril 17. Comunicación a Ferreira de Oliveira. Cuestiones con el Brasil

1856.
15. Carta a Lorenzo Torres.
16. Abril 20. Carta a Héctor F. Varela

1857.
17. Junio 25. Carta a Lorenzo Torres. El Brasil y las naciones del Plata

1858.
18. Enero 15. Carta a Lorenzo Torres. Alianza argentino-brasileña
19. Enero 15. Carta Félix Egusquiza. Misión de José María Paranhos
20. Julio 22. Carta a Nicolás Calvo. Ataques de la oposición paraguaya

1859.
21. Octubre 6. Nota al canciller de la Confederación. La mediación paraguaya
22. Octubre 12. Nota al ministro de relaciones del gobierno de Buenos Aires
23. Noviembre 8. Nota al ministro de relaciones del gobierno de Buenos Aires
24. Noviembre 16. Nota al ministro de relaciones del gobierno de Buenos Aires
25. Noviembre 24. Nota al ministro de relaciones del gobierno de Buenos Aires
26. Noviembre 28. Nota al ministro de relaciones del gobierno de Buenos Aires
27. Diciembre 19. Nota a Salvador María del Carril. Agradece Felicitación
28. Diciembre 19. Nota a Luis J. de la Peña. Agradece congratulación

1860.
29. Enero 6. Nota al canciller paraguayo. La mediación en Buenos Aires
30. Enero 26. Carta al general Urquiza. Agradece la espada de Cepeda
31. Enero 17. Carta a Carlos Calvo. La legación en París
32. Abril 20. Carta a Carlos Calvo. Dificultades en América y Europa
33. Mayo 20. Carta a Carlos Calvo. La política del gobierno argentino
34. Junio 20. Carta a Carlos Calvo
35. Julio 20. Carta a Carlos Calvo
36. Agosto 20. Carta a Carlos Calvo. Los estudiantes paraguayos en Francia

1861.
37. Febrero 5. Carta al general Urquiza. La medalla de la unión nacional
38. Carta a José R. Caminos. Caducidad de la garantía paraguaya

1862.
39. Abril 20. Carta a Gregorio Benítez. Estudiantes paraguayos en Europa
40. Mayo 5. Carta a Gregorio Benítez. La delicada situación internacional

SEGUNDA PARTE
PRESIDENCIA DE LA REPUBLICA

41. Setiembre 10. Pliego de reserva. Asunción de la vicepresidencia
42. Setiembre 13. Manifiesto a la nación. Al asumir la vicepresidencia
43. Octubre 16. Ley del Congreso nacional. Elección como presidente
44. Octubre 16. Manifiesto a la nación. Al asumir la presidencia
45. Febrero 4. Nota a Napoleón III
46. Junio 6. Nota al presidente Mitre. Comienza la correspondencia confidencial
47. Julio 5. Carta al presidente Mitre. La neutralidad argentina en el Uruguay
48. Setiembre 19. Carta al presidente Mitre. Negativa del doctor Alsina
49. Octubre 21. Carta al presidente Mitre. Los plenipotenciarios
50. Diciembre 5. Carta al presidente Mitre. Reitera el pedido de explicaciones
51. Diciembre 20. Carta al presidente Mitre. Aclaración de la política paraguaya

1863.
52. Enero 21. Carta a Gregorio Benítez. Relaciones con la Argentina
53. Febrero 6. Carta a Gregorio Benítez. El virreinato del Río de la Plata
54. Febrero 6. Carta al presidente Mitre. Reitera la neutralidad paraguaya
55. Abril 21. Carta a Gregorio Benítez. La anexión del Uruguay a la Argentina
56. Abril. Discurso en la Imprenta Nacional
57. Junio 8. Carta a Gregorio Benítez. La monarquía en el Plata
58. Julio 6. Carta a Félix Egusquiza. La crisis en el Plata
59. Septiembre. Discurso a las damas de Asunción
60. Setiembre 12. Discurso al pueblo. Sobre el conflicto con el Brasil
61. Setiembre 13. Arenga al pueblo. Ante una manifestación
62. Octubre. Memorandum al general Urquiza ofreciendo el apoyo paraguayo
63. Noviembre 4. Instrucciones a Berges. Pocos días antes
64. Noviembre 5. Carta a Gregorio Benítez. En vísperas de la acción

TERCERA PARTE
GUERRA DEL PARAGUAY

65. Diciembre 23. Carta al General Urquiza. La guerra al Brasil
66. Diciembre 24. Proclama a la división expedicionaria del Norte

1864
67. Enero 14. Carta al general Urquiza. El tránsito por territorio argentino
68. Febrero 24. Resolución sobre la movilización
69. Febrero 25. Carta al general Urquiza. Gravísima acusación
70. Marzo 7. Nota al Congreso. Renuncia al sueldo
71. Marzo. Discurso en el Congreso. Sobre su ausencia de la capital
72. Abril 11. Proclama al ejército expedicionario del Sur
73. Junio 22. Proclama a la Nación. Al dejar la capital

1865.
74. Junio 4. Testamento
75. Junio 24. Carta a Luis Caminos. Ocupación de Corrientes
76. Junio. Carta a Luis Caminos. Al ejército del Sur
77. Julio 7. Carta a Luis Caminos. Especulación en Corrientes
78. Julio 21. Carta al general Resquín. Plan para un ataque
79. Julio 21. Carta a Luis Caminos. Destitución de Robles
80. Julio 27. Telegramas al general Resquín
81. Julio 27. Comunicación al general Resquín
82. Julio 28. Comunicación al general Resquín. La conducta de Robles
83. Agosto 16. Comunicación al general Resquín. Comentarios sobre la situación militar
84. Octubre 6. Orden del día. Sobre Uruguayana
85. Octubre 24. Comunicación al general Resquín. Pasaje del Paraná
86. Octubre 30. Comunicación al general Resquín. Sobre Uruguayana
87. Noviembre 20. Protesta al General en jefe del ejército aliado. Violación del derecho de gentes
88. Diciembre 1 . Proclama a la división del Sud

1866.
89. Febrero 13. Cruz conmemorativa de Corrales
90. Setiembre 12. El diálogo de Yataity-Corá. La entrevista de paz

1867.
91. Setiembre 12. Banda de la orden del mérito para la mujer paraguaya
92. Octubre 24. Carta a Gregorio Benítez. La legación en París
93. Octubre. Discurso agradeciendo la espada brindada por la nación

1868.
94. Octubre 16. Manifiesto a la nación. Los sucesos de Pykysyry
95. Diciembre. Recepción de ministro Mac Mahon
96. Diciembre 23. Donación a Elisa Alicia Lynch
97. Diciembre 24. Respuesta a la intimación de los generales aliados
98. Diciembre 30. Proclama de Cerro León

1869
99. Mayo 29. Protesta al Conde D.Eu. Por el uso de la bandera nacional
100. Junio 3. Nota al Conde D.Eu. Contrarréplica
101. Junio 28. Carta a su hijo Emiliano
102. Junio 30. Carta a Gregorio Benítez. Educación de Emiliano López
103. Junio. Discurso de despedida a Mac Mahon

1870.
104. Febrero 25. La última condecoración. La medalla de Amambay
105. Marzo 1º El final: Cerro Corá.
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.
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en la Biblioteca Virtual del Paraguay
.
Con el auspicio de FONDEC
(Fondo Nacional de la Cultura y las Artes)
Viceministerio de Cultura
Ministerio de Educación y Cultura
Asunción, setiembre de 2005.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

JUAN GUALBERTO GONZÁLEZ - PASAJE DE YPECUA / Fuente: DEL DIARIO "LA DEMOCRACIA" DE 1897, ASUNCIÓN – PARAGUAY.


PASAJE DE YPECUA
Ensayo de
JUAN GUALBERTO GONZÁLEZ
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Reminiscencias Históricas
de la Guerra del Paraguay
Del Diario "La Democracia" de 1897
Imprenta Zamphirópolos
Asunción – Paraguay

.
DEDICATORIA
.

Señor don Juansilvano Godoy
.
Asunción, Diciembre 1º de 1913

Mi distinguido señor y amigo:

Me complazco en remitirle un estudio intitulado «Reminiscencias Históricas de la Guerra del Paraguay», en que traté de bosquejar el pasaje del estero «Ypecuá», efectuado por el resto del ejército paraguayo después de la memorable batalla de «Lomas Valentinas» en Diciembre de 1868. Es con pequeñas variantes, él mismo que publiqué en «La Democracia» el 29 de Diciembre de 1897.
Al someter a su ilustrada consideración este modesto trabajo, cumple a mi lealtad declarar que no es mi ánimo exhibirme, ni mucho menos con pretensiones literarias, pero si por su forma no es digna de su benevolencia de escritor, la ofrenda no debe ser desdeñada por el patriota de verdad que ha colocado sobre inamovible pedestal al prócer que ha sintetizado la abnegación y el heroísmo del soldado paraguayo.
Dígnese aceptarlo, con el testimonio sincero de mi admiración y profundo respeto.

J. G.G.


REMINISCENCIAS HISTÓRICAS
DE LA GUERRA DEL PARAGUAY


PASAJE de YPECUÁ

En el año 1867 se organizó en ésta Capital un batallón denominado 51, de 700 plazas, dividido en siete compañías, cinco de granaderos y dos de cazadores.
Los conscriptos, en cuyo número tuve el honor de contarme, eran en su mayor parte jóvenes, de 14 a 18 años, a excepción de los jefes y oficiales que eran ya experimentados en el manejo de las armas.
Cuando fue evacuada la Asunción, a consecuencia del arribo de tres acorazados brasileños, el teniente coronel Benegas, que mandaba aquel batallón, en virtud de órdenes recibidas, trasladóse a la Trinidad, en donde por medio de continuados ejercicios militares, logró imprimir a su pequeña tropa una rigurosa disciplina. Si a esta circunstancia se añade el valor proverbial del soldado paraguayo, no será aventurado prejuzgar que aquella falange juvenil, esperase con ansiedad el momento en que debía batirse con el enemigo y sacrificarse por la patria.
El 20 de Diciembre de 1868, recibió orden el comandante Benegas de trasladarse con su batallón a «Lomas Valentinas», punto en que se encontraba el cuartel general del Mariscal López. Así se hizo al siguiente día, tomando el tren hasta Paraguarí y marchando a pie de este punto al teatro de la guerra. Al llegar aquí, el mismo Mariscal visitó a la tropa y mantuvo una conversación animada con su jefe.

Amaneció el día 27.
Era una mañana nublada y apacible soplando el viento Este.
Desde temprano oíanse los clarines, anunciando la hora solemne de la lucha.
El momento llegó.
Los cañones, las coheteras a la congreve y los fusiles, lanzaron bombas, metrallas y balas, en tal cantidad, que aquello parecía una verdadera lluvia de proyectiles que sembraba por doquier la destrucción, la muerte, con un ruido atronador, indescriptible, que a la tierra misma hacía estremecer.
El humo que despedían loas cañones y fusiles produjo en pocos momentos una gran oscuridad; pero la lucha seguía con ardor, con encarnizamiento, cada, vez más sangrienta.
Al fin los enemigos intentaron asaltar y tomar la trinchera paraguaya.
Los esfuerzos se redoblaron entonces; avanzaban en columna cerrada y compacta, atacaban, y eran detenidos y batidos por la parte nuestra, viéndose obligados a retroceder los que no caían en medio de aquella carnicería espantosa causada con fusilería y arma blanca.
Se restablecían las filas, volvían los enemigos, y se reproducía el mismo cuadro aterrador hasta que hubo desaparecido el último paraguayo de la trinchera.
Después de esta resistencia desesperada, los soldados de la alianza tomaron las trincheras, y avanzaron sobre el batallón 51, que no había tomado participación en la lucha, hallándose no obstante en pie de batalla desde temprano y a poca distancia del lugar del combate referido, con orden de iniciar la acción, luego que las trincheras fueran desalojadas.
El teniente coronel Benegas desplegó guerrilla, esperó al enemigo e inició el combate, rompiendo fuego sobre las invasores.
Estos, a pesar de las muchas bajas que se produjeran en sus filas, no contestaron con descargas sino que avanzaron hasta situarse cerca de sesenta pasos de los soldados paraguayos, repitiéndose en este momento esa resistencia que sobrepasa toda ponderación.
A pesar de la inmensa superioridad numérica de los enemigos, el batallón 51 siguió sosteniendo el combate con una intrepidez digna de los que le precedieron en la defensa heroica de las trincheras.
Pero poco a poco diezmábase la tropa, y veíase caer el primer comandante, Benegas, el segundo, mayor López y otros oficiales, quedando el mando a cargo de un teniente que era el único oficial que quedaba en pie.
Pertenecía yo a aquella falange juvenil, cuando apenas tenía 16 años y había ganado desde temprano la estimación de mis superiores, que me promovieron a cabo y después a instructor de mi compañía.
Cuando cayó el último jefe que quedaba, prodújose en nuestras filas una vacilación momentánea; según la ordenanza, a mi me correspondía Y asumí con entereza el mando de la tropa, restableciéndose incontinente el orden.
La lucha seguía, los soldados se batían como leones, nuestro batallón estaba ya a punto de desaparecer completamente, tantas bajas habíamos tenido, y sin embargo los enemigos no se atrevieron a asaltarnos para hacernos desalojar de nuestra posición.
Un balazo recibí en la cadera, lo cual no me impidió continuar mandando a mis soldados y descargar mi fusil de chispas sobre el enemigo.
Momentos después recibí otros dos balazos; uno que me ha inutilizado la muñeca derecha y otro que me atravesó el costado derecho, fracturándome algunas costillas, heridas estas últimas de gravedad, que me impidieron continuar el combate a pesar mío.
Penetré en el monte cercano que estaba rodeado de un tupido caraguatá, de punzantes espinas, sobreviniéndome un desmayo producido indudablemente por la abundante hemorragia de las heridas.
Al anochecer abandone el monte y siguiendo el camino de potrero «Mármol», pernocté en una casita en compañía de varios camaradas que se encontraban igualmente heridos.
Al siguiente día 28, llegamos a la orilla de un grande e imponente estero llamado «Ypecuá», desde donde se divisaba un cerro en medio del estero, punto en que se habían ya reunido muchos heridos y algunas mujeres.
Como los enemigos ocupaban todos los puntos transitables, teníamos necesidad de vadear el dilatado estero, que partiendo de «Mármol Potrero», pasa el departamento de Carapeguá, para desaguar en el río Paraguay, después de recorrer una distancia de varias leguas.
Su profundidad general era de 1 1/4 a 1 1/3 váras castellanas, teniendo en varios puntos del trayecto canales muy profundos y prolongados que no se podían pasar sino a nado, siendo la corriente bastante impetuosa.
Gran parte de la superficie del agua hallábase cubierta de camalotes y esteras que al1bergaban en su seno infinidad de animales ponzoñosos.
Al salir el sol resolvimos pasar el estero con rumbo Sur y llegamos a dicho cerro al medio día; después continuamos nuestras marchas siguiendo siempre el estero con rumbo Este, y como no hubiese donde detenernos a tomar descanso proseguimos la carrera durante toda la tarde y noche, ayudados de la pálida claridad de la luna.
A la madrugada hallamos un pequeño banco en medio del estero, poblado de sauces, en cuyas ramas posaban bandadas de Caráû, que, con sus tristes lamentos parecían presagiar algún trágico suceso.
Descansamos allí hasta el amanecer para volver a proseguir la penosísima vía crucis, no sin sufrir algunas pérdidas por el camino, pues, era verosímil creer que algunos muriesen de las heridas recibidas, otras de las mordeduras de las víboras ponzoñosas y que hubiese también quienes se ahogasen a consecuencia de la varia profundidad del estero, y que finalmente varios, a causa de excesivas fatigas se quedasen definitivamente para siempre y jamás volver de aquel lúgubre sitio.
A cada paso desarrollábanse a nuestra vista escena de dolor, de abnegación y altruismo, que no se relacionan aquí por no extenderse más de lo que se debe este memorial.
En el punto en que el lago Ypoá desagua en el estero Ypecuá auméntase mucho su caudal, al extremo de parecer a un río.
En este lugar hallábase una pequeña guarnición que con una canoa hacía el pasaje de los que llegaban.
Aquí quedamos un momento esperando la vuelta de dicha canoa, era como las doce del día, hacía un fuerte calor y con asombro pudimos contemplar aquella gran laguna que como un río desbordado salía de su cauce empujada por el agua del lago Ypoá en carrera precipitada y vertiginosa.
¿Qué hubiera sido de nosotros si no hubieran venido a tiempo aquellos tripulantes con su pequeña embarcación?, pués a ellos les debemos nuestras vidas, fue la salvación del resto que aún quedábamos.
De este punto seguimos embarcados con rumbo Sur y hacia la dirección del departamento de Carapeguá.
Desembarcamos inmediatamente que pasamos la gran laguna, pues no había tiempo ni un minuto que perder, para proseguir nuestra marcha del modo como lo iniciamos, es decir, a pie, nadando unas veces, tanteando el lecha del estero otras, valiéndonos a menudo de maromas para los pasos más difíciles llegando, al fin, a la orilla opuesta, después de recorrer muchas millas, al ponerse el sol.
Al recordar estos hechos no sé explicarme cómo con tres balazos que me produjeron mucha hemorragia, pude pasar, después del combate un día y una noche sin tomar alimento, sin asistencia médica, y cómo pude estar con intensa fiebre otros dos días y una noche en el agua.
Después de esta penosa odisea que revestirá para muchos el carácter de una fábula, por más que sea la pura realidad, según pueden atestiguarlo algunos sobrevivientes de aquella memorable y gloriosa jornada, era de suponerse el aspecto que presentaríamos, que, a decir verdad, era más que de vivos, de cadáveres.
Era extrema la debilidad en que nos encontrábamos, no podíamos probar bocado, sino con muchísima dificultad.
El día 30 abandonarnos el estero y a causa de la falta de asistencia médica, de higiene y lavajes de nuestras heridas, tuvimos que correr los riesgos consiguientes; en efecto, la fiebre infecciosa por una parte, la invasión de los gusanos a las heridas, y la extremada debilidad en que nos encontrábamos, nos sometían a durísima prueba de que no hubiéramos salvado nuestras vidas sin el concurso de aquellas heroicas mujeres, que desde el campamento del ejercito de «Lomas Valentinas» venían siguiendo con firmeza nuestros pasos.
Después seguimos camino de Carapeguá, Tabapy, Acahái, Paraguarí, Sapucay, Mbopicuá (Cordillera), Valenzuela hasta llegar a Piribebuy, asiento del Gobierno, y punto estratégico organizado para la defensa de la patria contra los Aliados.
Esta jornada efectuada por nosotros, desde el punto inicial de «Lomas Valentinas», hasta Piribebuy, fue llena de sufrimientos y penurias; pues era lógico suponer así, desangrados, recorrer todo el trayecto a pie, y a consecuencia de la falta de alimentos de los más indispensables, en muchas ocasiones, teníamos que conformarnos con el hallazgo de algunas frutas verdes para matar aquel día el hambre y poder; a duras penas, continuar nuestra penosa marcha.
Recuerdo perfectamente que llegamos al anochecer y dormimos frente a la Policía, que estaba a cargo del señor Manuel Solalinde.
Al siguiente día fuimos atendidos por los cirujanos Wenceslao Velilla, Esteban Gorostiaga, el doctor Skinner (inglés) y las practicantes Alvarenga y Roa.
En el hospital, en que estaba atendido por los médicos y mi inolvidable madre, estuve gravemente enfermo a causa de un principio de gangrena que se me produjo en una de las heridas que había recibido en la batalla, y gracias a una resistencia grande que opuse a los cirujanos Skinner y Velilla, no se me amputó el brazo.
A los siete y medio meses estuve restablecido y pude incorporarme a las fuerzas mandadas por el teniente coronel Caballero, que había fortificado aquella plaza para oponer resistencia al enemigo. La artillería estaba a cargo del sargento mayor Hilario Amarilla que era su segundo.
En Agosto del 69 presentáronse los aliados a la trinchera, en que yo volvía a empuñar las armas, recibiendo entonces el grado de sargento.
Sitiada la plaza y bombardeada el 12 del mismo mes y año, fue tomada a viva fuerza, produciéndose muchas bajas en el enemigo, siendo de este número el general brasileño Mena Barreto.
Hecho prisionero el teniente coronel Caballero, fue estaqueado de pies y manos y degollado por orden del conde D'Eu, general en jefe del ejército aliado. La defensa de la plaza se hizo con 1500 hombres compuestos en su mayoría de inválidos de la guerra, ancianos, niños y mujeres que espontáneamente tomaban las armas al lado de sus padres, esposos, hijos y hermanos, con entusiasmo para sacrificarse en aras de la Patria.
El resto indefenso que quedaba batido y arrollado completamente por el enemigo, que contaba siempre con inmensa superioridad numérica sobre las tropas paraguayas, fue hecho prisionero, figurando en el número de los caídos el narrador.
Este triunfo lo celebraron los aliados con bombas y platillos, repiques y el incendio del hospital de sangre y la salitrera, edificios contiguos, en que se habían refugiado algunos heridos; y todo esto después de dar el manotón a las onzas de oro y a los Carlos IV que formaban el Tesoro Nacional. Anteriormente la soldadezca del Imperio había sorprendido una partida de treinta y cinco carretas grandes del estado, repletas de cajones clavados y cinchados que contenían las mismas monedas de oro y plata. Las alcanzó en el camino de Tobatí a Barrero Grande, y las tomó a viva fuerza, pasando a degüello a sus conductores.
Amplio resumen de autores y obras
de la Literatura Paraguaya.
Poesía, Novela, Cuento, Ensayo, Teatro y mucho más.

MARTÍN THOMAS MAC MAHON (GENERAL) - LA GUERRA DEL PARAGUAY / Fuente: LA GUERRA DEL PARAGUAY. HARPER´S NEW MONTHLY MAGAZINE, 1870.


LA GUERRA DEL PARAGUAY
Ensayo del
GENERAL MARTÍN THOMAS MAC MAHON
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )

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LA GUERRA DEL PARAGUAY
Desde Buenos Aires a la vieja capital del Paraguay, Asunción, hay mil millas de anchurosas y amarillas aguas conocidas como los ríos de la Plata, Paraná y Paraguay, los dos últimos contribuyendo con el Uruguay a formar el primero, y la totalidad haciendo para el Continente Sur de América la gran oficina que el Mississippi y sus afluentes realizan para el gran Continente del Norte. En añejos tiempos, es decir, antes de la guerra, si el lector hubiera ascendido estos ríos poco hubiera hallado en su pasaje para interrumpir la contemplación de las un poco monótonas bellezas tropicales de los bancos. Hubiera visto las blancas alas de unos pocos pacíficos buques mercantes haciendo bordadas hacia adelante y hacia atrás, o escuchar la ronca pitada de un vapor ocasional que marcha raudo con la corriente aguas abajo o que marcha pesadamente en su lenta subida. Hubiera podido gozar, con ligeras interrupciones las interminables piruetas de los monos entre el follaje de ambas riberas; el parloteo de los loros y pájaros sureños de brillante plumaje; el perfume de las flores que pocas tierras producen en tan maravillosa variedad de color, forma y fragancia. Hubiera podido ver quizá de tiempo en tiempo un furtivo tigre clavándole los ojos entre pesadas enredaderas rastreras; y no muy de vez en cuando un cocodrilo deslizándose por las tranquilas estelas del agua y preparando un pequeño asalto para unas gigantescas cigüeñas blancas u otra ave de río esperando pacientemente su cena a la orilla del río. Y observando todas estas cosas con atención, como también morros ocasionales moderadamente altos, coronados por pequeñas villas fáciles de ver desde el agua y, a veces, en la época de crecida, vastas irrupciones del río sobre millas de la planicie del Chaco, salpicadas de islas de un verde perpetuo, hubiera tenido más o menos una buena idea del de la Plata y sus principales tributarios, en los días de paz, como es el deseo que tiene de presentarlo quien escribe. Más tarde, si no nos cansamos de nuestra mutua compañía, cuando bajemos por estos ríos, que es nuestro propósito subir ahora, señalaremos, como guía, las características más notorias, tales como las ciudades de Rosario, futura Capital de la República Argentina, y el terminus de un importante ferrocarril; Corrientes, el nombre que se halla inseparablemente conectado con los primeros capítulos de la guerra en el de la Plata; y otros puntos en que importantes eventos tuvieron lugar en la guerra existente, o en los antiguos disturbios en los cuales se vieron envueltos los estados vecinos.
Hemos hablado del río en sus días de paz, que hoy está tristemente cambiado, porque si bien las flores y el follaje permanecen aun sobre sus bancos, y su rauda corriente se arrastra constantemente hacia el mar, los pájaros y las bestias se han alejado de la orilla temerosos de la constante corriente de un comercio fatal nacido de las necesidades de la guerra. Y aun el impertinente mono raras veces se aventura hacia la orilla a investigar en los transportes que pasan a la negra soldadesca del Brasil a quienes los paraguayos insisten en llamarlos sus hermanos-una relación que el obstinado animal declina reconocer.
En el año 1868 salió de Buenos Aires un escuadrón americano para realizar la misma jornada que tenemos en contemplación; y tanto más cuanto que estos hombres de marina son buenos compañeros de viaje servirá a nuestro presente propósito tomar pasaje en uno o en todos los buques de la flota. Si el lector tuviera la curiosidad de saber con qué propósitos zarpó el escuadrón lo referiríamos a una próxima publicación sobre el caso, de más o menos mil páginas, a aparecer próximamente en Washington, en la cual hallará en detalle todo lo concerniente a la expedición, sus objetivos y resultados, con muchos otros interesantes asuntos; que él tiene el derecho a leer y a disfrutar, porque paga por su publicación.
Humaitá, la formidable fortaleza donde los paraguayos hicieron su segundo gran esfuerzo por la independencia, está actualmente ocupada por un hospital para los aliados. Sus obras han sido demolidas y la vieja iglesia que permanece en la parte posterior está semi destruida y acribillada a balazos por doquier, es una muestra típica de la desolación que ha caído sobre la tierra. Nosotros pasamos por ahí a la noche. Unos pocos transportes aliados se hallaban anclados cerca de la costa. Las luces de costumbre guiñaban en sus jarcias, no había signo alguno ni sonido indicador de la presencia de hombres. A medida que nos acercábamos a Las Palmas la evidencia de la guerra se hacía cada hora más visible. El río se hallaba lleno de transportes, con ocasionales hombres de guerra, principalmente monitores, y todos ellos enarbolando la desteñida bandera verde del Brasil. Los transportes generalmente desplegaban la bandera argentina y la oriental por cuanto las dos repúblicas aliadas con el Brasil habían limitado modestamente su ambición en el agua al bien pagado trabajo de transportar comercio del ejército. En Las Palmas, en una estrecha extensión del río de una milla o más, habían innumerables embarcaciones de muchas nacionalidades. Se hallaban ancladas en la orilla paraguaya donde los bancos tenían una altura de alrededor de doce pies, o fondeadas en la corriente vecina a la orilla opuesta. Habían vapores y buques a vela, y gabarras y remolcadores de todo tipo de construcción concebible mezclados en tan admirable confusión que sólo "Jack" sabe cómo crear y separar con una facilidad que es la admiración de los hombres de tierra. Cubriendo varios acres de la orilla estaba, por supuesto el inatajable vivandero con sus casillas, carpas y estantes y chozas, cada una de las cuales enarbolando una alegre bandera o banderola y exhibiendo inartísticas señales en español y en portugués de la bondad y belleza de los artículos exhibidos. Las carpas y las casillas estaban generalmente colocadas en las calles llenas de gente de ambos sexos y de numerosas naciones. Había bullicio y animación y suciedad y algazara, tales como se encuentran atrás de todos los ejércitos en los puntos donde sus grandes depósitos están establecidos. También estaban llenas de vida las cubiertas de los barcos. En su mayoría eran barcos de los países aliados, pero un ocasional saludo que hacíamos al pasar traicionaba aquí y allá la presencia de más corteses banderas de Europa. La cortesía internacional no es una virtud en el Ecuador, ni al Sur de él, pero el tiempo y los viajes remediarán esto. La apariencia general de Las Palmas y su desembarcadero se parecían en mucho -si bien más alegre y pintoresco en su despliegue de hinchadas y alegres insignias- a las escenas en James River presentadas hace unos años cerca de City Point cuando el Ejército del Potomac operaba contra Petersburg.
Navegamos rápidamente por entre la larga avenida de transportes y en pocos minutos nos hallamos entre los buques de la escuadra brasileña. El Comodoro vino a bordo para saludar al Almirante americano y nos aseguró que ninguna obstrucción militar o de otra naturaleza impediría que siguiéramos hacia arriba hasta la posición paraguaya. El Comodoro era un hombre de modales agradables que había sido educado en la Marina de los Estados Unidos y hablaba el inglés con cierta facilidad. Luego de breves minutos de conversación se alejó en el buque en que había venido, para reasumir sus funciones, que en este momento parece eran de un carácter que podría adecuadamente haber sido asignado a aquella mítica rama del servicio, los "marinos a caballo". Estaba en cargado de pasar la caballería aliada desde el lado paraguayo del río al lado del Chaco, para ser enviada sobre las baterías de Angostura.
Proseguimos inmediatamente nuestro viaje y en pocos minutos rodeamos un punto y descubrimos por la primera vez la bandera tricolor paraguaya ondeando sobre estas celebradas baterías. En este punto habían montados dieciséis cañones en el frente del río. Uno era un Whitworth de largo calibre capturado meses atrás del enemigo en circunstancias que ilustrarán sobre el modo de hacer la guerra del Ejército Paraguayo, mejor que páginas de descripción. En Paso Pucú los aliados habían mantenido un fuego durante muchos días con sus noches en la posición paraguaya. Este cañón Whitworth era su pieza más formidable y abrumadora. López dio órdenes de que las balas fueran cuidadosamente recogidas a medida que caían. En el curso del tiempo había lanzado dos mil proyectiles todos los cuales fueron recogidos cuidadosamente López fue informado respecto al hecho a raíz de cuya información ordenó la salida de una expedición que iría a traerle el cañón. Él grupo comenzó y tomó por asalto esa parte de los trabajos aliados, trayendo todos los cañones montados en el lugar. Sin embargo, siendo el Whitworth pesado y difícil de manejar, y no conociendo los oficiales de la expedición su valor especial, fue abandonado en terreno pesado fuera de la línea aliada. Una vez en conocimiento de este hecho el Presidente López despachó otro grupo que encontró al enemigo embarcado en la tarea de recuperar el cañón. Los paraguayos los rechazaron, retomaron la pieza y regresaron en triunfo a sus líneas, donde, el día siguiente abrió fuego con los mismos proyectiles que durante semanas había estado proporcionando a sus nuevos dueños. Las pérdidas sufridas por el Paraguay en esta expedición fueron muy grandes, pero ellos obedecían las órdenes al pie de la letra.
Permanecimos varios días frente a las baterías de Angostura. Hubieron negociaciones en progreso que fueron interrumpidas varias veces por las operaciones de guerra. Es decir, la lancha brasileña vino tres o cuatro veces alrededor del punto enarbolando la bandera americana y una bandera de tregua en la proa y nos notificó que ellos estaban por atacar las baterías. El ataque consistía generalmente en lanzar tres o cuatro proyectiles a larga distancia, recibiendo el mismo número en respuesta, lanzados usualmente con gran puntería, y luego descender con la corriente después de esta valerosa exhibición para volver a reunirse con la admirativa escuadra. Puede ser bueno mencionar, sin embargo, que el indudable propósito de estas acciones era meramente molestar a los americanos compeliéndonos a levar anclas y alejarnos, obligados en cortesía a hacerlo tantas veces como el Comandante brasileño decidió repetir esta algo mezquina e indigna maniobra.
Durante estos días en el río el termómetro llegaba a cien todos los días y los mosquitos a varios millones todas las noches. Contra los últimos no había protección posible. Las redes eran débiles defensas. Ellos parecían entrar gracias a un misterioso proceso, o, en las palabras de un distinguido oficial naval, cuando esto era imposible "corrían hasta una horqueta tan larga como un ala desplegada y operaban a través de la red con el tranquilo triunfo del genio". Nunca parecían estar suficientemente alimentados y si su desamparada víctima trataba de escapar de ellos haciendo violentos ejercicios en cubierta, lo seguían formando nubes toda la noche y solamente lo dejaban a la salida del sol. Los marineros descubrieron un refugio en los topes y allí iban todas las noches, lugar al que, aparentemente, nunca llegaron los mosquitos. Temiendo, sin embargo, los jóvenes caballeros la intrusión de los de rango superior, mantuvieron bien en secreto las ventajas de sus elevados dormitorios, y sólo revelaron el secreto al final del viaje. En el ínterin, algunos de los miembros de la tripulación no se encontraban bien a causa de la necesidad de descanso bajo este incesante castigo. Es mejor, entonces, dadas las circunstancias, darlos de baja de la Marina y dejarlos regresar a la bienvenida frescura de las saladas aguas del océano, mientras nosotros íbamos hacia el interior al cuartel general del Ejército de la República.
La escuadra regresó rápidamente al mar sin incidentes dignos de mención. Los oficiales se entretenían tirando ocasionalmente a los pájaros o a las bestias que habían en las orillas. En una instancia se forjó una muy extraordinaria transformación debida a la más bien cuestionable práctica de rifle de un bizarro capitán que le disparó a una blanca cigüeña que se hallaba en la orilla y quedó atónito al ver al extraño pájaro asumir repentinamente la forma y proporciones de un nativo del país, quien se había escondido entre los arbustos de la orilla y desaparecido con gran velocidad rumbo al interior.
Desde Angostura, andando seis millas a caballo en un país muy interceptado por esteros llegamos al cuartel general del Ejército situado en el cerro de Pikysyry. Los edificios eran de un piso, techados con la paja del país y arreglados como los tres lados de un cuadrado, incluyendo un área de un poco más de un acre. Todas las piezas se abrían hacia adentro y los aleros formaban en ese lado un corredor que se extendía a lo largo de los edificios. El lado principal, o aquél más cercano al río, estaba ocupado por el Presidente. En un extremo de esta línea las paredes laterales habían sido omitidas, dejando un gran tinglado abierto, que parecía servir como oficina militar, comedor y observatorio. Bajo este tinglado habían tres grandes telescopios colocados sobre trípodes, a través de los cuales, de la mañana a la noche, los ayudantes observaban constantemente el movimiento del enemigo e informaban de tiempo al Presidente que generalmente se sentaba ante una gran mesa cerca del extremo más distante para recibir los informes o atender los negocios militares del día. Tres ayudantes permanecían fuera del "galpón" o tinglado, pero siempre a la vista. Su trabajo parecía ser entregar a López los despachos telegráficos que llegaban constantemente de la oficina cercana, o comunicar de tiempo en tiempo sus órdenes a los otros oficiales de la plana mayor. Estos últimos, cuando no se hallaban ocupados en tareas militares pasaban principalmente su tiempo en pequeños grupos tirando monedas -una práctica en la cual todos habían adquirido una habilidad singular. Todos estaban bien uniformados llevando ya sea una chaqueta de franela roja o una fina prenda de una tela azul oscuro del mismo diseño primorosamente bordeada de negro o de rojo, con pantalones de tela azul o roja y gorras de faena de modelo francés con indicaciones del rango en dorado. Sus caballos con arneses profusamente adornados con plata, permanecían generalmente ensillados y con las cinchas flojas todo el día. Todos eran buenos jinetes y cuando montaban hacían una hermosa exhibición.
La vida en este lugar durante unos pocos días se volvió monótona. Las tropas, es cierto, estaban trabajando haciendo trincheras y reforzando sus posiciones, y el enemigo hacía continuados y enérgicos preparativos para un próximo ataque. Pero, después de las laboriosas escenas desde el Tebicuari y las severas y terribles luchas de la primera parte del mes, esta vida de un si es no es tranquila espera parecía de preparativos. Así, una noche cuando López advirtió a sus oficiales principales mientras comían, que, "Caxias me atacará mañana a las cuatro y media", una expresión de regocijo se reflejó en el rostro de todos los oficiales presentes. El agregó: "El está desembarcando de los transportes a sus marineros y tropas en Las Palmas con el propósito de hacer una desviación desde abajo, pero atacará en fuerza desde la dirección de Villeta", un punto a pocas millas de distancia río arriba. El día siguiente a la hora indicada una lluvia de fuego de escaramuza seguida prontamente por proyectiles pesados anunciaba el comienzo de una batalla que, considerando la gran disparidad de fuerzas entre las partes contendoras y la importancia de sus resultados nos decidió a que nos alejáramos de la regla que habíamos hecho para nosotros al comienzo de estos tanteos, para no aventurarnos en las descripciones de tales escenas.
La loma o tierra alta en la cual se hallaba establecido el cuartel general era el centro de la posición paraguaya. Estaba atrincherado a una distancia de alrededor de media milla por tres lados. La parte que iba quedando llana a partir de las trincheras era algo arbolada, pero del otro lado del valle que separaba a los beligerantes había tierra alta y campo abierto, conocido con el nombre de Lomas Valentinas. Allí se encontraba apostada la artillería aliada que mantenía durante el día un fuego bastante constante, pero mal dirigido. La mañana pasó en escaramuzas y en un raid que hicieron los aliados sobre las manadas de animales que tenían en los esteros afuera y atrás de la posición atrincherada. Más tarde en el curso del día el rápido y continuado tronar de la fusilería anunciaba el comienzo del trabajo serio en el frente mirando hacia el río. Una columna de caballería brasileña se desplazaba por los declives desde el centro aliado amenazando la derecha paraguaya. Unos pocos cohetes Congreve volaron con respetable estruendo desde el lado paraguayo haciendo doblar la cabeza de la columna hacia la izquierda. Mientras tanto los aliados, que habían reunido lentamente, pero con fatal demora, su cuerpo principal en la pendiente del pequeño valle, protegido por los bajos y gruesos árboles, avanzaban para lanzar su ataque principal. Su artillería pareció cesar en el momento en que, de todos los demás, era sumamente necesario mantener un fuego incesante y concentrado, y dejara la artillería avanzar contra el imperturbable fuego del lado paraguayo. Hasta un cierto punto el avance era bien sostenido, iban al corazón del fuego opositor; hesitados, regresaron en confusión, perdiendo más en su regreso de lo que probablemente hubieran perdido si se hubieran lanzado sobre las trincheras enemigas lo que su gran número les hubiera permitido hacer. Hicieron un segundo y más débil intento hacia la derecha que tuvo similar resultado. Sus baterías avanzaron hacia el frente, pero no pudieron apoderarse de las posiciones más importantes. Explotaron varios vagones de municiones paraguayas y muchas de sus piezas quedaron descompuestas. Si bien el cuartel general comenzó a llenarse de heridos, nadie abandonaba las líneas con excepción de aquellos quienes debido a sus graves heridas estaban incapacitados para seguir luchando. Habían niños de tierna edad que salían arrastrando sus destrozados miembros o con espantosas heridas de bala en sus pequeños y semidesnudos cuerpos. Esos niños ni se lamentaban, ni gemían, ni pedían cirujanos o atención; y cuando sentían la presión de la misericordiosa mano de la muerte sobre ellos, se acostarían y morirían tan silenciosamente como habían sufrido. Muchos de esos niños tenían madres que no se hallaban lejos en las cuadras de las mujeres donde las balas y las bombas de los civilizadores aliados caían a granel, que no pensaban en sus hijos moribundos, ni en sus hogares ha mucho tiempo abandonados, ni en sus maridos que tal vez se hallaban agonizantes en esos momentos sino en la causa del país en su supremo momento de batalla, cuando todos esperaban confiadamente poner fin al agotamiento y la ruina que esta invasión aliada había traído sobre la patria.
La caballería que se había vuelto hacia la izquierda en su primer avance, dividida a cubierta de barrancos y un destacamento de un par de escuadrones entraron en las líneas paraguayas en el extremo derecho, en un punto desde el cual las tropas habían sido retiradas para enfrentarse en algún lugar a la infantería enemiga. Penetraron, casi sin resistencia, hasta casi una distancia de cien yardas del cuartel general. Unos pocos oficiales y otros se dirigieron locamente contra la columna atacándola con la furia de la desesperación. Hubieron pocos tiros de carabina, un pequeño y no importante trabajo de sable cuando los brasileños parecieron perder repentinamente el coraje y dirigiéndose hacia la derecha huyeron. En el curso de pocos momentos otro y más grande cuerpo, formado de por lo menos dos mil hombres entró al punto del que el primer destacamento había huido. Venían también en columnas y avanzaron hasta ochenta yardas del cuartel general. El Estado Mayor del Presidente y cabalgadores irregulares alcanzando tal vez el número de doscientos en total se lanzaron contra ellos agrupándose como abejas alrededor de la cabeza de la columna usando sus armas-sables, carabinas, lanzas-con terrible efecto. De haberse desplegado los brasileños hubieran rendido al pequeño puñado de hombres que les resistían, tomado el cuartel general paraguayo y probablemente capturado al propio López. Pero ellos seguían avanzando en columna -más despacio a cada paso- pero el peso que venía de atrás seguía empujando hacia adelante a toda la columna. Mientras tanto, parecía que los que se hallaban en el frente no peleaban mientras que los paraguayos daban golpes en todos los flancos con singular rapidez aun cuando seguían estando presionados hacia atrás. La marcha se redujo a caminar. Los oficiales paraguayos con sus chaquetas rojas estaban confusamente mezclados con los altos rangos de los brasileños de gorras blancas. Estos últimos parecían semi paralizados pero seguían avanzando, presionando a los caballos paraguayos que se movían hacia los costados o retrocedían. Finalmente cesó el movimiento hacia adelante, la columna se envolvió en sí misma, dio la vuelta y retrocedió. Los demás siguieron con fiero entusiasmo. Una sección de la artillería abrió fuego sobre el enemigo en retirada y la caballería aliada no volvió a aparecer en la batalla de ese día. El día se cerró con la completa repulsa de los agresores en todos los puntos importantes si bien era evidente que la línea de defensa paraguaya debía ser más contraída aún en vista de las grandes pérdidas de defensores. El enemigo mantenía su fuego de mosquetería toda la noche y así siguió durante cinco días sucesivos y sus noches. Sabían que tenían ante sí un escaso número de adversarios y esperaban reducirlos no dándoles descanso.
Las condiciones existentes esa noche y los días siguientes en las líneas de López eran deplorables. No había forma de atender a los numerosos heridos, ni podían los hombres ser separados para sacarlos del campo, o para enterrar a los muertos. Numerosos niños que casi pasaban desapercibidos yacían bajo los corredores bárbaramente heridos y esperando la muerte en silencio. Las mujeres estaban ocupadas haciendo gasas de cualquier material que se pudiera hallar para el efecto a la luz de linternas. Las ropas de todas las descripciones fueron convertidas en vendas. Grupos de oficiales, muchos de ellos heridos, estaban sentados aquí y allá discutiendo los eventos del día. El Presidente se sentó aparte con un grupo de sus principales oficiales, haciendo lo mismo que los otros oficiales. Proyectiles aislados salpicaban de cuando en cuando la madera de las casas y un pavo real sobrenatural posado arriba la noche con sus chillidos cada vez que un proyectil caía lo suficientemente cerca como para perturbarlo cuando dormitaba.
El fuego continuó desde el 21 al 27 de diciembre, noche y día, variado con ocasionales demostraciones, pero sin asalto determinado. El 24 los generales aliados dirigieron al Presidente López un comunicado conjunto conminándolo en un lenguaje insultante a rendirse, echando sobre él la responsabilidad de la sangre derramada, denunciándolo ante su propio pueblo y ante el mundo civilizado por todas las malignas consecuencias de la guerra. Le informaron también que conocían la debilidad de su ejército y que no tenían duda que él tenía conocimiento de la superioridad numérica de ellos y de las provisiones y refuerzos que recibían constantemente.
"Ustedes no tienen derecho”, dijo él en su respuesta, "a denunciarme ante mi país, porque yo lo he defendido. Lo defiendo y lo defenderé mientras viva; él me ha impuesto este deber y yo lo cumpliré religiosamente hasta el final. El resto será juzgado por la historia y no tengo cuentas que rendir a nadie sino ante Dios; y si la sangre aun debe correr, El no dejará de cargar la responsabilidad sobre aquél a quien le corresponda. Por mi parte, siempre he estado y sigo estando dispuesto a tratar la paz en términos igualmente honorables a todos los beligerantes, pero no escucharé palabra alguna destinada a hacerme deponer mis armas como un perliminar".
En otro lugar de la misma respuesta dice él: "Vuestras Excelencias se han complacido en informarme que conocen mis recursos, y son lo suficientemente buenos para suponer que yo también conozco su preponderancia en números y en provisiones, con sus facilidades para refuerzo sin límite alguno. No tengo tal conocimiento, pero en cuatro años de guerra he aprendido que esta vasta superioridad en número y en recursos nunca ha sido suficiente para quebrantar el espíritu del soldado paraguayo que lucha con la abnegación de un devoto ciudadano y la resolución de un hombre cristiano de que se puede abrir para él una estrecha tumba en el suelo de su país antes que permitir el deshonor.
"Vuestras Excelencias me dicen que la sangre derramada en Itororó y Abay tendría que haberme determinado a evitar el otra derramamiento de sangre del 21. Pero no ven ustedes en la sangre paraguaya por la que libremente corre la gloriosa prueba de la devoción de mis conciudadanos, y que cada sagrada gota nos impone a nosotros los sobrevivientes una nueva y más imperiosa obligación.
Debo en presencia de tan grandes ejemplos acobardarme ante la amenazas tan poco caballerescas, permítanme decirlo, con las cuales Vuestras Excelencias buscan intimidarme?".
El 27 se hizo un ataque determinado sobre la retaguardia paraguaya en una parte de la línea defendida por reclutas. Dieciséis mil hombres de tropa vinieron al asalto. Los paraguayos se habían reducido a dos mil quinientos. Su munición de artillería estaba exhausta y la mayoría de sus armas desmontadas. Los huéspedes que avanzaban no recibieron ni proyectiles ni cápsulas. La línea dio paso y toda la posición fue capturada. El Presidente se retiró con su plana mayor a través del monte, presionados al principio por la infantería enemiga que hacía fuego excitadamente y muy alto. Caballero, con cuarenta lanceros cubría el retiro de su jefe, luchando de tiempo en tiempo con un coraje desesperado contra grandes cuerpos de caballería que reprimían su avance y reculaban cada vez que el pequeño destacamento de Caballero les hacía frente. López se reunió en Ycaty, a diez millas del campo de batalla, con su Ministro de Guerra con dos mil quinientos hombres de tropa frescos y veinte piezas de artillería que venían a reforzarlo. Era, sin embargo, muy tarde, y se retiró a Cerro León, que quedaba a unas pocas millas en el interior.
Uno o dos días antes del último asalto todos los heridos que podían ser trasladados fueron enviados al interior. Muchas de las mujeres también y otros no-combatientes dejaron el lugar al mismo tiempo. Dos grandes y hermosos carruajes de viaje tirados por seis caballos, cada uno con un destacamento de caballería, y tres carretas tiradas por bueyes componían la expedición enviada al interior a la nueva capital, Piribebuy, con algunos civiles cuya presencia en el campo no era necesaria. En los caminos se hallaban los heridos y las mujeres, la mayoría de los cuales descalzos. Unos cuantos fueron ubicados en las grandes y desmañadas carretas del país que andaban lentamente sobre los destruidos caminos. Generalmente nos saludaban al pasar los hombres descubriéndose silenciosamente y las mujeres con un alegre "adió" dicho siempre con una agradable sonrisa.
Al llegar al rio Ycaty la escena presentada era en extremo pintoresca. El río estaba crecido debido a las lluvias y el vadeo era por tanto difícil. Sin embargo, hombres, mujeres y niños cruzaron nadando o vadeando con poca pérdida de tiempo. Se secaron cueros para usar como botes, en los cuales se ponían las ropas y a veces a niños muy pequeños aun para ponerlos en el agua, o un artículo liviano que era conveniente mantener seco. Estos primitivos botes eran empujados por ellos mientras nadaban. Los heridos que no podían manejarse por sí mismos eran llevados en una canoa que hacía constantes viajes. Otras tres canoas fueron reservadas para el tránsito de nuestros carruajes. Cada uno de estos carruajes era empujado hacia él agua sobre una canoa. Se les sacaron los arneses a los caballos y a los bueyes y se les hizo cruzar a nado el río. Unos veinte soldados llevaron entre gritos y risas las canoas con sus carruajes, nadando o vadeando. En el medio, donde la corriente era rápida y las aguas profundas, era difícil sostener los carruajes para que no se cayeran. Cada vez que se inclinaba a un lado o a otro la gritería y la risa eran redobladas, y los soldados que nadaban como perros de agua se asían con gran tenacidad a las ruedas o a los costados de los botes.
Pendiente estas actividades acuáticas nosotros cenamos a la sombra de unos árboles cerca del banco. La cena consistía de carne fresca asada en un primitivo pero excelente estilo sobre estacas clavadas en la tierra cerca del fuego. Una vez asada se lleva la carne en la estaca, que usualmente tiene seis pies de largo, y se pone delante del invitado quien se ayuda a si mismo eligiendo la carne y cortándola. También teníamos un poco de chipa -el pan del país- del cual hay muchas variedades. Se hace de harina de maíz y se hornea con una ligera mezcla de queso, huevos, o leche. Es un sustituto total y admirable del pan. Nuestra bebida era la caña del país -un licor destilado de la caña de azúcar- y uno o dos cuernos de ale traído del otro lado del mar.
El refrigerio fue precedido de uno o dos "mates". El mate es una taza de yerba o te del país. Se chupa con un tubo de plata llamado "bombilla" y desde una pequeña calabaza que es llamada mate. Este te es fragante y su sabor se parece en algo al te de la China; es estimulante en sus efectos y de modo alguno nocivo. Es la bebida universal en el Paraguay y es para el ejército lo que el café era para el nuestro en campaña.
Después de comer cruzamos el río en canoa conducida por los soldados nadadores que habían concluido con la transferencia de los vehículos y habían hecho también muchos viajes con los heridos. Podíamos escuchar aun el roncar de la artillería desde el río a nuestra retaguardia, que nos informaba que el pequeño ejército de la república se mantenía aun contra los invasores. La apagada reverberación de los pesados cañones nos notificaban que las baterías de Angostura estaban recibiendo su acostumbrada parte de los honores de la guerra.
En el lado opuesto montamos nuestros caballos y seguimos nuestro viaje a través de las mismas largas hileras de heridos cuyos dolorosos rostros eran muy tristes. En cada corriente de agua que pasábamos los veíamos echándose agua en sus desnudas heridas, y aquí y allá, uno que sabiendo que su hora había llegado, se quedaba quieto y callado para dormir su último sueño como si para un paraguayo fuera la cosa más natural del mundo acostarse y morir sin que nadie se diera cuenta.
Seis mil hombres y niños heridos vinieron de aquel campo del 21 de diciembre donde ellos habían luchado como ningún pueblo luchó jamás para preservar a su país de la invasión y de la conquista. Muchos también habían huido de las prisiones de los invasores en cuyas manos habían caído. Y a la vista de estos hechos hay hombres aquí y aun en los Estados Unidos que con toda gravedad nos dicen que todo esto se hace porque su gobernante es un bárbaro y un monstruo de cuyas garras están siempre procurando escapar, cuyo dominio era un virus, que estos amables civilizadores de las naciones aliadas estaban, con una filantropía sin paralelo, gastando incontables millones para remover. Pensando en estas cosas nos vemos a veces tentados a perder nuestra paciencia ante este insulto al sentido común del mundo y entrar en digresiones que podrían tal vez ser cansadoras para nuestros lectores.
Todo el país que atravesamos había sido abandonado por su población unos días antes porque se sabía que pronto sería invadido por el enemigo. Se le había ordenado al pueblo que se retirara detrás de la Cordillera que iba a constituir la futura línea de defensa. Todas las casas estaban por lo tanto desiertas y en las chozas a la vera de los caminos no había señales de vida. Las flores que se abrían y las cosechas se sumaban al aire de desolación que pendía en estas desiertas casas. Viajamos tarde en la noche y finalmente hicimos un alto en una pequeña casa al costado del camino donde permanecimos hasta el día siguiente: Tuvimos una cena de asado y chipa. Las principales personas de la partida tenían hamacas; los demás, que se acostaron en el suelo quedaron dormidos enseguida, menos el guardia. Durante la mayor parte del día siguiente nos demoramos esperando nuestros carruajes que habían hecho poco progreso debido al gran calor y al mal estado de los caminos. Hacia la caída de la noche, sin embargo, estuvimos nuevamente en marcha y seguimos viajando toda la noche, escapando así del intenso calor del día.
En el camino pasamos a un carro o carretón en el cual un coronel herido de distinguida actuación iba muriendo. Lo habíamos visto lleno de vida y entusiasmo en el campo de batalla, Su hermano, un hermoso muchacho de rostro brillante, de diez años de edad y huérfano, y único pariente del moribundo, era uno de los que iba con nosotros. Al parar reverentemente nuestros caballos alrededor del carro, el muchacho se acercó para ver qué era lo que nos atraía. El color se le fue del rostro cuando reconoció a su hermano y único protector en el que vio reflejado el dolor y la evidencia de una muerte cercana. No derramó una sola lágrima, pero tomando la mano del moribundo se inclinó un momento ante él para escuchar las últimas palabras pronunciadas en guaraní por el soldado herido con las que se despidió esbozando una sonrisa. En pocos momentos todo había terminado y el muchacho mostrando un rostro desesperado fue retirado del lugar. Y esta expresión de su rostro permanece hasta hoy día en nuestra memoria. Había estado jugando con los soldados cuando nosotros retomamos el carruaje y el repentino cambio de la tristeza sin lágrimas con la que viajó todo ese día y noche era inexplicablemente triste para cualquiera que hubiera tenido ocasión de saber que abrumadoramente amargas eran tales aflicciones para los niños aún para aquellos a quienes no les está negado el libre consuelo de las lágrimas.
Más adelante nos encontramos con otro oficial, un mayor, que había sido herido en el brazo y en la pierna. Iba montado en un flaco y débil caballo que llevaba su hijo, un niño de diez años. El padre era un hombre de más de cincuenta años, de cabello fino y gris, y barba. Nos saludó amablemente cuando nos acercamos y nos aseguró que sus heridas iban mejorando. Parecía muy orgulloso de su hijo y tenía buenas razones para ello. Los oficiales de nuestra escolta nos contaron que este niño había permanecido al lado de su padre en las trincheras, peleando con un mosquete y que cuando su padre fue llevado a causa de las heridas el chico regresó a las trincheras en las que permaneció todo el día. Parecía tímido cuando nos dirigimos a él y cuando le preguntamos si había matado a alguno de los enemigos contestó modestamente: "No sé, señor, hice fuego muchas veces tratando de tener una buena puntería'". Este es el material del que están hechos los soldados de este país.
Al llegar a Paraguarí, que descansa al pie de un alto y pelado cerro, una suerte de avanzada de las Cordilleras menores, nos encontramos con una fresca brisa, que nos habían contado soplaba perpetuamente a los pies de este pico. La villa es por tal motivo una agradable residencia de verano en tiempos normales y estando como está, en el ferrocarril para la capital, verdaderamente, el terminus de la parte terminada del camino, prometía antes de la guerra un futuro de mucha importancia. Hicimos un alto en este lugar para tener una hora de descanso. Visitamos la estación del ferrocarril, un hermoso edificio moderno de dos pisos con torres cuadradas al estilo europeo y con grandes y admirablemente arregladas piezas. Quedaba poco digno de verse, a excepción de la iglesia. Todas las casas eran de un solo piso, con techos de teja o de paja y en nada diferían de las otras "capillas" del país.
Las calles y las casas estaban desiertas y extrañamente silenciosas. El jefe y unos soldados quedaban todavía allí, pero todos los demás habitantes ya se habían ido hacia unos días. Cuando estábamos por seguir viaje escuchamos un alegre ruido de campanas que venía de la vieja iglesia. El tañido era musical y alegre, pero el efecto era muy extraño en esa desierta villa y recordando las tristes escenas del día anterior. La vieja iglesia donde estaban tañendo las campanas era una de las más venerables en el Paraguay -y doblemente interesante debido al hecho que contenía en sus paredes un sólido disparo de la guerra de independencia llevada contra Buenos Aires al comienzo de la centuria. La última y decisiva batalla de aquella guerra tuvo lugar en estas vecindades. Desde aquel entonces no se había escuchado cañón hostil alguno dentro de los límites de la República hasta el comienzo de la presente lucha.
Llegamos a Cerro León con la luz del día. Este había sido el gran "rendez vous" y campo de instrucción del Ejército. Aquí habían confortables barracks para seis mil hombres, y un campo de entrenamiento de muchos acres. Frente a la posición se había preparado un lago artificial y en la parte de atrás las Cordilleras cubiertas de espeso follaje se alzaban perpendicularmente desde el límite más distante del terreno de desfiles. Este era el hospital general del Ejército, el punto hacia el cual todos los heridos iban dirigiendo sus pasos. Enfrentando al lago estaba el cuartel general, un espacioso edificio de grandes y aireadas habitaciones y una ancha plaza o corredor enfrente. Allí permanecimos todo el día meciéndonos en nuestras hamacas, tomando un mate ocasional, o sentados fumando en la plaza y observando a cientos de ruidosos bañistas en el lago. Mientras tanto, nuestros caballos estaban pastando en un terso césped. Había mucha vida por doquier, y una cierta alegría, peculiar de este pueblo en toda circunstancia. No obstante, no era para nosotros una Feliz Navidad.
Tarde ya emprendimos el paso de las Cordilleras en Ascurra. Al llegar a la boca del paso nos tomó una repentina y violenta tormenta. Decidimos quedarnos a pasar la noche al pie de las montañas. Nos detuvimos cerca de una casa al costado del camino pero estaba llena de mujeres y niños que se hallaban cruzando la montaña y se habían refugiado allí de la tormenta. El oficial encargado de la escolta los iba a hacer salir con el fin de hacer lugar para nosotros, pero uno de nuestros compañeros le pidió que no lo hiciera, y desistió de la empresa. Buscamos otra morada y hallamos a más o menos media milla del camino una casa de piedra de un hermoso exterior donde permanecimos durante la noche. Al llegar a la casa hallamos a una pobre mujer gravemente enferma que se había refugiado allí. El cirujano que viajaba con nosotros fue enviado a verla y el resto de nosotros que no deseaba molestarla nos quedamos a dormir afuera. Un par de ingenieros ingleses que eran nuestros compañeros en esta ocasión declararon la mañana siguiente que los ladrillos de esta plaza eran excesivamente duros.
A la luz del día nos hallábamos nuevamente en camino escalando las Cordilleras en el celebrado paso de Ascurra.
Descripción alguna puede dar una idea de lo que era el camino. Era más empinado que cualquier camino que se hubiera intentado recorrer con vehículos ordinarios en otros países. Estaba en el corte principal en la roca, pero en partes tenía estriberones de pesados rollos sobre los cuales el agua goteaba todo el tiempo y en estaciones lluviosas corría en pequeñísimas cataratas. Era más o menos tan empinado como las escaleras de una casa grande en unas setenta yardas, áspero, angosto, y a veces con una enmarañada vegetación cayendo desde las rocas a ambos lados. Con la ayuda de los soldados que empujaban las ruedas los carruajes eran conducidos con seguridad a la cima. Los hombres de a caballo desmontaban y subían trabajosamente arrastrando a sus confiados corceles detrás de ellos. Hicimos el camino en poco tiempo y nos encontramos en la ancha y hermosa altiplanicie que va perdiendo su inclinación en un imperceptible descenso desde la cresta durante muchas millas interceptadas por arroyos de sobrepujante belleza, cubiertas de naranjales y campos cultivados, casas de campo construidas al estilo del país, frondosos bosques de extraña y tropical belleza, con tranquilas callejuelas con fragantes plantas y alegradas con el parloteo de miles de pájaros. Hileras de naranjas que se extendían a veces en una milla a lo largo del camino, los árboles plantados a intervalos regulares, su denso follaje entrelazado tan completamente que el ojo no podía separar dos árboles, y todos podados con perfecta igualdad abajo, presentando desde la tierra un suave techo de flojas a través del cual luz alguna puede entrar. Algunas de esas hileras formando cuadrados o círculos incluyendo espacios abiertos ocupados a menudo por casas. En este momento todos servían de lugares de descanso durante el día y de dormitorios a la noche para la población que emigraba del país.
Llegamos a Piribebuy a altas horas de la tarde. Piribebuy, un pueblo de unos tres a cuatro mil habitantes, era la capital provisoria. Allí tomamos posesión de una casa que había sido hospitalariamente preparada para recibirnos. Consistía de dos piezas principales, una con piso de ladrillo y la otra con un duro piso de tierra. Las ventanas no tenían vidrios y estaban abiertas como así también las puertas, en ambos lados, en anchos corredores, como el espacio abierto protegido por aleros salientes. Los muebles consistían en una mesa central de madera nativa raramente tallada, un gran escritorio con cajones, y una mesa lateral con un decantador, varios vasos y cigarros. Las mesas, tal como todas las del país, eran inconfortablemente altas. El decantador estaba confortablemente lleno de caña. Habían alrededor de unas veinte sillas antiguas con asiento de junco, aparentemente de manufactura Yankee, y (me sonrojo al decirlo), de muy pobre mano de obra. Dos sillones sobre ruedas, cubiertos de una seda azul y blanca evidentemente proveniente de París, completaban el arreglo del salón. La otra pieza era un dormitorio y contenía poco más que una cama y un juego de toilette más bien primitivo. La dueña de casa, Doña Petrona, entró poco después de nuestra llegada con sus dos hijas, unas chicas de brillante aspecto de diecisiete y quince años -una casi rubia y la otra morena- quienes nos aseguraron que eran nuestras devotas servidoras. En el contrafrente de la casa, en parte ocupado por otras casas bajas ocupadas por la familia, había un pequeño jardín de flores en el cual diversas variedades de flores, peculiares del clima, estaban en pleno florecimiento. Esta iba a ser nuestra casa por algún tiempo. Las perspectivas en general no eran desagradables.
La villa de Piribebuy consiste de cuatro calles que se interceptan una a otra en ángulos rectos e incluyendo un espacio abierto o plaza cubierta de pasto, a un cuarto de milla más o menos. Está situada en una suave colina o loma con tierras o crestas más elevadas en todos los costados a una distancia de alrededor de una milla y media. Las casas son de un solo piso y tienen techo de paja. Cerca del centro de la plaza o espacio abierto, se encuentra la iglesia construida en 1765 y llena de raras tallas y sólidos ornamentos de plata. Afuera y enfrente había una torre con todas las campanas que, debido a la multiplicidad de los festivales nacionales y religiosos, pronto quedó silenciosa. En la cumbre de la loma estaba el cementerio, con un terreno de más o menos un acre y marcado por una sola y grande cruz de madera en el centro. El mercado estaba situado bajo una densa hilera de naranjos, en un extremo de la villa y siempre presentaba durante el día un espectáculo lleno de colorido. Numerosas mujeres, viejas y jóvenes se reunían allí para vender su mercancía y charlar incesantemente durante todo el día. Sus artículos consistían de todo en el campo de la comida, frutas, muebles o ropas. El precio de cada cosa era, por supuesto, enorme. El Piribebuy, un raudo y límpido arroyo, muy rápido en sus subidas y caídas, pasaba a los pies de la loma sobre la cual el pueblo estaba construido. Toda la población se bañaba en el arroyo todos los días; las mujeres generalmente después de la caída de la tarde. La casa o residencia oficial del Vice-Presidente estaba en la parte más alta del pueblo. No era pretensiosa en su estilo y, en lo que respecta a muebles, muy parecida a la casa ya descrita. Las residencias de los ministros del gabinete y las barracas para un pequeño destacamento de tropas ocupaba el resto del mismo lado de la calle todas frente al espacio abierto en el centro.
Por este tiempo la población del pueblo se había más que triplicado con las personas que habían abandonado sus hogares fuera del Distrito de las Cordilleras. A la noche esos desafortunados llenaban los corredores y los naranjales, o dormían en cualquier parte, a la vera del camino dondequiera que la noche los tomara. Había gran escasez de alimentos y sufrían por ello como ninguna tierra nunca lo supo. Ni era el hambre su más terrible enemigo. Durante un corto tiempo fue el cólera el más terrible visitante de esas casas hacinadas; y durante semanas parecía como si las tres plagas, para ser liberado de las cuales reza el hombre -la guerra, la pestilencia y el hambre- se hubieran combinado para destruir a esta infeliz gente. Por temor de ser acusados aquí de inexactitud es bueno que recordemos al lector de lo que los gobiernos aliados y los escritores están constante y solemnemente anunciando al mundo con admirable serenidad y buena fe -que la guerra no es contra el pueblo sino contra el Gobierno del Paraguay-. Ellos generosamente también han tomado penas para comunicar este hecho a este mismo pueblo en repetidas ocasiones, pero no hemos podido saber que ha cambiado la dirección de un solo proyectil o curado el más leve caso de cólera, o llenado el estómago de un famélico niño. Pero ellos sólo son "Indios Guaraníes" dicen equivocadamente algunos de esos panfleteros que se han tomado la atribución de iluminar especialmente al público americano; y las naciones aliadas están meramente vindicando su honor ultrajado. Que su honor necesita vindicación y mucha, pocos que estén familiarizados con esta guerra disputarán, pero es una cuestión de interés humano lo que respecta a cuándo llegará a su fin este largo proceso de vindicación.
Luego de la derrota de Pikysyry el cuartel general del Ejército Paraguayo fue transferido a Cerro León y el hospital general llevado desde ese lugar a Caacupé, en las Cordilleras.
Teniendo una natural curiosidad por saber cómo marchaban las cosas en el frente luego del desastre del 27, nos unimos a la partida que iba hacia el ejército y llegaba a Cerro León el 29, dos días después de la derrota. El camino presentaba la misma triste corriente de familias que emigraban -todas las mujeres llevando las cargas en sus cabezas. En casi todos los casos pudimos observar que, entre las pocas cosas que pudieron salvar de sus casas, cada familia llevaba consigo una imagen del Redentor, un Crucifijo, una Mater Dolorosa o alguno que otro tocante recuerdo de la gran tristeza que sólo excedía a la de ellas. Durante todo el costado del camino habían cruces significativas, tosca y recientemente hechas, marcando con sencilla piedad las solitarias tumbas de aquellas más felices abandonados de esta gran marea humana que yacían al costado del camino y hallaron inesperado pero interminable descanso. En numerosas de estas tumbas habían ramos de flores silvestres todavía frescas, y al costado de algunas de ellas niños arrodillados. Todos quienes pasaban delante de estas cruces se descubrían reverentes. Ni era otra y más tocante escena, mucho menos frecuente una madre caminando separada de todos los demás y llevando sobre su cabeza en un pedazo de madera el cuerpo de su hijo muerto vestido para la tumba. A veces este sencillo funeral sería seguido por un solo plañidero -otro niño- cuyo rostro dolorido y pálido y sus debilitados miembros parecían lisa y llanamente decir que pronto seguiría a su hermanita mucho más allá de la tierra consagrada a la cual iban. Y bien, madres de esta buena tierra, que han sido llamadas a mirar al costado de un niño muriente entre el confort de su hogar y la consolación de su familia y amigos, pueden ustedes decir qué es sentarse desoladamente al costado de un polvoriento camino e inclinarse en desesperanzada impotencia sobre un pequeño sufriente que era para ustedes más querido que su propia vida, para contemplar su última lucha, para cerrar sus pequeños ojos, y poner sus tiernas extremidades sobre un rudo pedazo de madera tomado al azar, levantar la triste carga y llevarla bajo un sol abrazador a muchas millas de distancia a una iglesia de pueblo y por quien las campanas repicarán cuando por fin sea dejado en descanso en tierra consagrada?. Y más aún, las madres que hicieron estas cosas en ese lejano país tenían no hace mucho hogares tan confortables como los de ustedes donde criaban a sus hijos muy tiernamente y los amaban devotamente. Agreguemos una vez más que es muy afortunado que se nos haya asegurado en repetidas ocasiones que esta guerra no es contra el pueblo del Paraguay. Si hubiera sido de otro modo, tal vez los gobiernos civilizados del mundo y, en un grado especial, los nuestros, habrían tenido mucho que contestar porque en este, lo que hemos descrito aquí, sin una palabra de exageración está permitido continuar. Qué admirable descubrimiento fue aquella aguda distinción hecha en el tratado de alianza entre el gobierno y el pueblo del Paraguay; y qué completa defensa será para aquellos que lo hicieron cuando, en el último día sean llamados a dar cuenta de las terribles crueldades cometidas en esta guerra. Tal vez se sugiera que las familias paraguayas podían haber escapado al hambre y a la muerte si se hubieran pasado a los aliados. Muchas de ellas se libraron a la merced de sus enemigos y miles de ellas traídas a Asunción en las líneas aliadas, para descubrir que hay males peores que el hambre, y ofensas más horrendas que la muerte. Ni han encontrado ellas esa comida o esa ropa, o abrigo, aun en sus propias casas. No hablamos con desconocimiento sobre este punto y más aun en el presente, no podemos hacer hincapié sobre él, ni podrían más relaciones con él hallar espacio en este artículo.
Mientras me ocupaba con reflexiones algo similares a las precedentes llegamos a la cresta de las Cordilleras y miramos una escena de rara belleza. Las barracas de Cerro León descansaban directamente debajo nuestro y un poco más lejos una amplia expansión de una tranquila tierra de pradera regada por varios pequeños arroyos, y un poco más lejos del valle la iglesia y el pueblo de Pirayú. La línea del ferrocarril marcada por sus blancas estaciones con figura de torre, resplandecientes a la luz del sol cual distantes naves en el mar contorneaban el pie de las colinas más distantes. Desde esta altura no se podían las tropas ni las trincheras y el paisaje era tranquilo y refrescante. El descenso en este punto era singularmente abrupto y peligroso. Una estrecha senda, de no más de dos pies en algunos lugares, zigzagueaba mirando hacia las rocas pasando muchas veces sobre piedras sueltas, o se desviaba por grandes peñas que se habían alojado en los escombros. Descendimos a pie con nuestros caballos siguiéndonos con gran cuidado. A un mismo tiempo nos paramos dudando sobre si era seguro seguir adelante pero, al observar y ver a nuestro fiel corcel directa e inmediatamente sobre nuestra cabeza examinando tranquilamente nuestro progreso y aparentando compartir nuestras dudas, decidimos inmediatamente seguir adelante. Hablando francamente, a nosotros no nos gustaba la situación porque de haber perdido él el pie o intentado darse vuelta, no hubiera habido esperanzas para nosotros.
Al volver al cuartel general notamos que faltaban numerosos de los principales oficiales a quienes tan gratamente habíamos conocido unos días antes en Pikysyry. Las dos palabras "muerto" o "herido" contestaron a todas nuestras preguntas sobre los ausentes. Las tropas se hallaban ocupadas haciendo trincheras y preparándose con alegre entusiasmo para otra justa. No obstante, el futuro de la República parecía muy oscuro en ese momento y muchos creían que otro y un determinado avance del enemigo aniquilaría a la pequeña banda de devotos guerreros que se aferraban con devoción intensa a las fortunas de su indomable jefe. Pero había una causa más para entristecerse: las baterías sobre el río Angostura habían estado ominosamente calladas. ¿Podían haberse rendido?. Estaban ampliamente guarnicionados y tenían provisiones para un mes -así había escrito el oficial comandante dos días antes pidiendo que se le permitiera mantener su posición hasta la última extremidad. Esa misma noche todas las dudas se acallaron. Vino un Sargento -muchacho de catorce años que chorreando el barro de los pantanos por los que durante treinta horas había nadado y los había vadeado, contó la humillante historia de la rendición, cómo las cañoneras habían sido enviadas con banderas de tregua y plausibles mensajes de los jefes aliados; cómo los desertores paraguayos habían mal informado a los oficiales principales sobre las baterías, contando la vieja historia, repetida periódicamente de que López estaba tratando de escapar a Bolivia; cómo finalmente toda la guarnición, más de dos mil, marcharon fuera de sus obras y se les ordenó que depusieran las armas ante la odiada presencia del enemigo; y cómo él, con muchos otros, desdeñando la rendición, se dirigieron a los pantanos y no descansó hasta que estuvo frente a su jefe. Todo esto lo contó con lágrimas y una voz entrecortada. Dijo que había habido traición en esta rendición; y nosotros lo creemos aun cuando los libros tienen que decir lo contrario.
Con la caída de Angostura el Paraguay perdió el río, y la abandonada capital, Asunción, cayó poco después en las manos de los invasores que la habían ocupado durante más de un año en el largo y tedioso proceso de vindicar su honor mancillado.
Las cosas que se hicieron desde entonces en aquella más infeliz de las ciudades y que, según la prensa de Buenos Aires y de Montevideo continúan sin ser reprochadas, llenarán un muy penoso capítulo, que en alguna fecha posterior podemos presentar a la consideración de los lectores.
Fuente: LA GUERRA DEL PARAGUAY. HARPER´S NEW MONTHLY MAGAZINE – HARPER´S – NUEVA REVISTA MENSUAL. Nº CCXXXIX – Abril, 1870 – VOL. XL. IMPRENTA MILITAR.

JUAN CRISÓSTOMO CENTURIÓN - MEMORIAS O REMINISCENCIAS HISTÓRICAS SOBRE LA GUERRA DEL PARAGUAY -TOMO IV / Ed. digital: BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY


MEMORIAS O REMINISCENCIAS HISTÓRICAS
SOBRE LA GUERRA DEL PARAGUAY.
Autor:
JUAN CRISÓSTOMO CENTURIÓN
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Prólogos de
RICARDO CABALLERO AQUINO y
J. NATALICIO CARDOZO
NOTAS DEL MAYOR
ANTONIO E. GONZÁLEZ.
Editorial El Lector,
Colección Histórica Nº 22,
Tapa : LUIS ALBERTO BOH
Asunción – Paraguay
1987 (231 páginas)
Edición digital :
BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY
Edición digital basada en la
Edición Guarania, 1944. 234 pp.
Enlace:
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INDICE
TOMO CUARTO

CAPITULO I
Reorganización del Ejército Nacional - Los dispersos de Lomas-Valentinas - Pasaje de éstos por el Estero Ypecuá - Penalidades - Nuevo reclutamiento - Nuevos cuerpos y divisiones - Piribebuy, Capital provisoria atrincherada - Arsenal en Caacupé - Academia - La escuadra enemiga penetra en Manduvirá - Movimiento del Ejército aliado.

CAPITULO II
Expansiones del Mariscal - Asalto al establecimiento de fundición de hierro en Ybycuî - El ejército aliado se acampa en Pirayú el 25 de Mayo - Entrega de banderas a las Legiones Paraguayas - Protesta del Mariscal por este hecho - Notas cambiadas con este motivo entre el Conde D.Eu y el Mariscal - Reflexiones sobre el juicio a que debe sujetarse éste.

CAPITULO III
Otros sucesos que han tenido lugar en el mismo mes de Mayo 1869, en los Departamentos de Concepción, Rosario y San Pedro - Traiciones - Combate de Tupí-hû, impropiamente denominarlo Tupí-pytá.

CAPITULO IV
Ataque del enemigo a la guardia de Sapucaí - Combate de Ybytymí - Ídem en el paso de Yuty o del Pirapó - Ídem en el Tebicuary - Libertad de numerosas familias arrestadas, por sospecha - Artificio trampa contra las locomotoras - Despedida del ministro norteamericano general Martín Mac Mahon - Tupí-pytá . Asalto y toma de Piribebuy por los aliados - Degüello del comandante Caballero y del jefe político don Patricio Marecos.

CAPITULO V
Caacupé y los Hospitales militares - El Sr. Parodi - Retirada del Ejército Nacional de Azcurra el 13 de Agosto de 1869 - Caraguatay - José del Rosario Miranda - Batalla del Campo Grande de Barrero, denominada de Rubio-Ñú - Combate en la boca del monte de Caraguatay el 18 de Agosto - Degüello de prisioneros - Persecución del enemigo - Arroyo Hondo - Parlamento.

CAPITULO VI
San Estanislao - Captura de espías enemigos - Conspiración descubierta - Fusilamientos de los comprometidos - Ascensos - Marcha a San Isidro (Curuguaty) - Capiíbary - Tendei.

CAPITULO VII
De Tendei-y a Igatimí - El Mariscal pide parecer para el enjuiciamiento de su madre doña Juana Carrillo de López - Marcó y su esposa procesados - Pancha Garmendia - La división del Coronel R. Romero se incorpora al Ejército - El Coronel R. Romero y Comandante José Páez parten a hacerse cargo de la columna de Tupí-pytá - Manuel Trifón Rojas - Incidente personal con el Comandante Gaona.

CAPITULO VIII
Campaña del Departamento de Villa Concepción - Romero y Páez : Proyectos de defección de éstos – El Coronel Genes y el Mayor Vicente Carmona reemplazan a aquéllos - Ejecuciones - Combate de Lamas Ruguá y dispersión de los que formaban la columna Tupí Pytá - Degüello de prisioneros por los aliados - Única remesa de ganado vacuno enviado por el Comandante Urbieta.

CAPITULO IX
Combate de Itanaramí - El hambre aumenta - Deserción del Sargento Mayor Manuel Bernal - Fábrica de aceite de las semillas de naranja agria - Orden de fusilamiento contra mí - Venta y toma de posesión de una gran zona de yerbales del Estado - Ejecuciones - Marcha de Arroyo Guazú a Zanja Hú – Deserciones - Los ríos Corrientes y Amambay - Chirimoya venenosa - Deserción de mi segundo el Mayor Ascurra: su
captura y ejecución - Punta Porá - Chirigüelo - Muerte de Venancio López.

CAPITULO X
CERRO CORA
Plano de Cerro Corá según datos del Coronel Silvestre Aveiro

CAPITULO XI
Matanzas después del combate - Muerte del Vicepresidente Sanchez, y de los Coroneles Caminos y Aguiar - Expediciones enemigas al Chirigüelo y a la costa de Amambay - Muerte del General Francisco Roa y del Coronel Delvalle con varios jefes y oficiales - Otros sucesos incidentales - En el Chaco y Puerto de la Asunción - Abordo del Cañonero Igüatimí - Del puerto de la Asunción a Río Janeiro.

APÉNDICE
Nº 1: Acuerdo entre los generales aliados para la contestación a la nota del 29 de mayo y 3 de junio de 1879 enviada por el Mcal. López.
Nº 2: Nota contestación de los generales aliados al Mcal. F. S. López.
Nº 3: Nota del Cnel. Centurión al Cnel. Silvestre Aveiro solicitando aclaración sobre su participación en el caso Pancha Garmendia.
Nº 4: Protesta dirigida al “Journal do Comercio” (no publicada) de Río de Janeiro por el Cnel. Silvestre Aveiro contra la manera con que le fue arrancada la declaración que dio a bordo de la cañonera “Iguatemí” el 23 de marzo de 1870.
Nº 5: Parte oficial del General José Antonio Correa da Cámara sobre su actuación en Cerro Corá.
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CAPÍTULO I : Reorganización del Ejército Nacional - Los dispersos de Lomas-Valentinas - Pasaje de éstos por el Estero Ypecuá - Penalidades - Nuevo reclutamiento - Nuevos cuerpos y divisiones - Piribebuy, Capital provisoria atrincherada - Arsenal en Caacupé – Academia - La escuadra enemiga penetra en Manduvirá - Movimiento del Ejército aliado.

La derrota del resto de nuestro ejército en Lomas Valentinas produjo la dispersión de los que habían podido salvarse de la muerte, o, no habían caído prisioneros. La mayor parte se desparramó en pequeños grupos en los bosques que circundan el Potrero-Mármol, para escaparse de la persecución del enemigo.
Cuando ésta cesó, marcharon por diferentes rumbos a Azcurra y otros puntos a ponerse nuevamente a las órdenes del Mariscal. Y como el enemigo en su afán de tomarlos prisioneros, había ocupado los pocos pasos por donde pudiesen fácilmente verificar su intento, muchos se vieron obligados a emprender su marcha a través del extenso y profundo estero de Ypecuá.
Dicho estero se extiende desde el Potrero Mármol hasta el Departamento de Carapeguá para luego desaguarse en el Río Paraguay, después de recorrer una distancia de 9 leguas más o menos. El lago Ypoá, uno de los mayores de la República, situado, entre los pueblos de Carapeguá, Quiindy y Caapucú por la parte oriental, y Oliva y Villa Franca por la parte occidental, es el que contribuye con sus aguas a la formación de aquel estero. Una gran extensión de la superficie del agua estaba cubierta de plantas acuáticas, bajo las cuales se ocultaban víboras y otros reptiles venenosos. Su profundidad general es de una y cuarta vara y tal vez más en algunos puntos. Hacia el centro existen algunos canales profundos por donde corre el agua con bastante fuerza y que sólo puede salvarse a nado o valiéndose de maromas.
Los dispersos, como llevamos dicho, se lanzaron en dicho estero a medio día, algunos de ellos bajo el tiroteo del enemigo que les seguía hasta la orilla, y, marchando toda la noche sin descanso, llegaron ya a la madrugada, a un banco o cerrito que había en medio del mismo. Después de un corto descanso, prosiguieron su penosa marcha, hasta encontrarse con las gentes de una pequeña guarnición militar que en una canoa hacían el pasaje de los que allí llegaban, al través de una gran extensión de agua o laguna, formada con el desagüe del Ypoá.
No es posible pintar las escenas de dolor y desesperación que se desarrollaron entre ellos durante aquel penosísima trayecto. Crueles fueron las penurias y sufrimientos que han tenido que soportar. En su mayor parte heridos y todos hambrientos, en un estado espantoso de debilidad; los unos, por supuesto, rendidos de cansancio, sucumbían ahogados; los otros que no podían andar más, se quedaban echados sobre gruesas matas de pajas que sobresalían de la superficie y allí morían de sus heridas; y muchos otros, quizás, a consecuencia de las mordeduras de los reptiles venenosos!... ¡Ah!...
El pasaje de Ypecuá es indudablemente una de las pruebas más terribles a que fue sometida la lealtad de los heroicos defensores de la Patria!... Llegaron a la banda opuesta ya a boca de noche.
El mayor Escobar (hoy general), con una herida en el pecho (La bala que quedó alojada debajo del brazo izquierdo, le fue extraída por el Cirujano Telles) y las dos manos destrozadas por una bala de fusil en los combates de Lomas Valentinas (El mayor Escobar en Lomas Valentinas, mandaba una división compuesta de los siguientes cuerpos: Batallones 6, 7, 12, 20, 21 y 40, cuyos comandantes fueran respectivamente Teniente Coronel Viveros, Sargentos Mayores Luján, Insfrán, Godoy, y Capitanes Oviedo y Filártiga. Todos fueron heridos muriendo algunos en los hospitales. De ellos sólo viven los dos últimos), venía entre los últimos que atravesaron aquel temible estero, y, notando que la guarnición militar mencionada, por la debilidad o flojedad de su jefe, dejaba mucho que desear en el desempeño de su comisión tomó algunas disposiciones enérgicas tendientes a activar aquella operación. Ayudado de los que [le] acompañaban, pudo montar un caballo que le facilitó el capitán Lara que en esos momentos llegó allí con la orden de llevar los caballos del Mariscal que se quedaron en el cerrito del estero, y se trasladó a Ñagotí, antiguo puesto del Estado que se halla a corta distancia de ese lugar, donde hizo carnear algunos bueyes que aún se encontraban en aquel establecimiento rural.
De los cueros que también había allí, Escobar mandó fabricar unos 6 botes (pelotas) con bastidores de maderas que luego sirvieron para acelerar el pasaje que se hacía con mucha lentitud en una sola canoa. Mientras tanto los sanos prepararon asados y cocinaron suculentos hervidos en unas ollas grandes que encontraron en la misma estancia, y dieron de comer a las gentes que venían llegando, y que juntas con las que llegaron antes, ascenderían a unos 300 o 400. De orden del mismo Escobar, los paseros retrocedieron con sus botes de cuero hasta lejos en busca de los que quedaron rezagados, o imposibilitados de marchar llevando una buena provisión de carne asada para reanimarlos con un poco de alimento de la postración en que se encontraban.
Al día siguiente, a la madrugada, regresaron, trayendo a todos los que se encontraban vivos, pues muchos de ellos ya habían muerto. Con el fin de proporcionar a los heridos elementos de transporte, Escobar se dirigió luego en persona a la autoridad de Carapeguá, a donde llegó en momento precisamente en que toda la población se preparaba para evacuar aquel pueblo. De acuerdo con el jefe político del Departamento, mandó recoger todos los caballos de la vecindad, otorgando un recibo a cada uno de sus dueños, y detener la partida de una porción de carretas cargadas de los muebles y cachivaches de las familias, y apelando a los sentimientos patrióticos y humanitarios de ésas, consiguió que se prestaran a conducir bajo su cuidado a uno o dos heridos cada una sobre la cordillera donde iban a dirigirse. De modo que hubo así caballos y carretas que fueron a buscar a los heridos, a donde se encontraban.
A su vuelta, los primeros fueron entregados a sus respectivos dueños, y las últimas aumentadas con muchas otras, siguieron luego viaje a su destino.
De esta manera fueron conducidos aquellos gloriosos defensores de la patria a Piribebuy, a la sazón capital provisoria de la República, donde fueron alojados y atendidos en los hospitales que allí se habían improvisado. (Estos hospitales se hallaban a cargo de los cirujanos Capitanes Wenceslao Velilla y Esteban Gorostiaga, hasta la toma de Piribebuy por los aliados)
Los sanos y levemente heridos, así que cobraron fuerza, siguieron adelante por distintos rumbos y fueron llegando a Azcurra en grupitos de 25 y 30 hombres. La llegada de estos dispersos en esta forma y por intervalos, había continuado en todo el mes de enero de 1869.
El mayor Escobar, con las heridas agusanadas, se trasladó a Cerro León.
Allí un practicante en cirugía se las curó. Al día siguiente en contestación al aviso que diera al Mariscal de su llegada a aquel punto, recibió orden para presentarse en Azcurra.
A pesar de la fiebre que tenía y la suma debilidad en que se encontraba, se puso enseguida en marcha. Cuando llegó, el Mariscal le recibió y juzgando por su aspecto que no podría permanecer mucho tiempo de pie le ofreció un asiento, mandándole traer de su rancho una taza de caldo. En cuanto bebió algunas cucharadas, quedó desmayado. Vuelto en sí, el Mariscal le hizo algunas preguntas sobre el pasaje de Ypecuá, y luego le dijo que se retirara a atender su salud bajo la asistencia de uno de los médicos del cuartel general. A la vez, mandó sacar con don Domingo Parodi un retrato de Escobar, tal cual se encontraba en ese momento. Se lo sacó sentado, sirviéndole de apoyo su espada, con una blusa de paño azul oscuro lleno de sangre y acribillada de balas y las dos manos vendadas y en cabestrillos. Parecía que el Mariscal quería de esta manera perpetuar en uno de los leales servidores de la Patria el ejemplo del más bello sacrificio en obsequio y defensa de ésta, como una emulación al heroísmo.
Esa misma ocasión, pero no el mismo día, el Sr. Parodi (Don Domingo Parodi de nacionalidad italiano era un botánico y químico distinguido de fácil palabra como orador y muy amigo del Mariscal.) sacó también los retratos de varios jefes y oficiales que se habían distinguido por su bravura en los combates, entre ellos del Mariscal sentado, con la espada envainada en la mano y la estrella de Caballero de la Orden Nacional del mérito prendida en el pecho izquierdo. Esa era la única condecoración que acostumbraba llevar durante toda la campaña. En ese retrato, aunque de un gran parecido, aparece el Mariscal bastante ceñudo y pensativo.
El Mariscal estuvo instalado en el bajo de Azcurra desde el primero de enero de 1869, fecha en que se trasladó de Cerro-León después de tres o cuatro días de permanencia allí, conforme dijimos al final del capítulo X del T. III, p 319. (La casa que ocupó era propiedad de un Sr. Ramírez, vecino y aún existe hasta el momento que escribimos este tomo . Año 1900.. (N. del A.))
Los espías o bomberos despachados en pequeñas partidas de 8 a 10 individuos a los departamentos comarcanos a vigilar el movimiento del enemigo, a su regreso traían los dispersos que se encontraban en aquellos, algunos de ellos, tal vez, sin ánimo de volver al lado del Mariscal, que de día en día, iba siendo más exigente en todo. Muchos de aquellos fueron víctimas a consecuencia de las acusaciones falsas que hacían contra ellos los espías, acumulándoles el cargo de que intentaban pasarse al enemigo. El Mariscal, dando fe a tales denuncias, y sin querer dar oídos o aceptar las explicaciones que daban en propia defensa, los mandaba pasar por las armas como traidores sin forma de procesos siquiera.
Una de tantas víctimas fue el capitán Fortunato Montiel, oficial pundonoroso que se había distinguido en los combates por su bravura, como todos los Montieles. Tenía el cuerpo lleno de gloriosas heridas, y, sin duda, el Mariscal queriendo proporcionarle algún descanso a fin de que sanara del todo de sus heridas, le nombró jefe político de Itauguá. Cuando la evacuación de este partido, encontrándose ya el Mariscal en Azcurra, Montiel se puso lentamente en marcha con unas cuantas carretas cargadas de víveres hacia aquel punto. Las avanzadas del enemigo llegaban hasta más allá de Patiño.
Los espías lo encontraron después de haber pasado Tacuaral y lo llevaron con la grave acusación de que iba camino para el campo enemigo.
Con este motivo fue engrillado y entregado a la custodia de una guardia situada a la orilla de un naranjal, donde se encontraban también presos otros más o menos por el mismo supuesto o imaginario delito. Yo estaba completamente ajeno de cuanto pasaba con respecto al capitán Montiel, así como a los demás, toda vez que yo, creo que nadie, había tenido que ver o hacer con ellos. Pero de repente, así que iba pasando hacia mi casita, el Mariscal me llamó y me dijo: - “Vaya a ver al capitán Montiel que está en tal guardia y hágale tal pregunta” (que no la consigno porque no la conservo en la memoria).
En cumplimiento de esta orden me trasladé al lugar de la guardia, y, previo permiso del oficial hablé con Montiel a distancia de unos 20 pasos de aquélla, parados los dos; y allí haciéndole presente el objeto de mi comisión y mi pesar al verle en el estado, le dije que esperaba que sin apartarse de la verdad, diera una contestación satisfactoria. En efecto, dio una explicación bastante razonable que, a mi juicio, dejaba insubsistente el contenido de la pregunta. Después de una demora de diez minutos, con el espíritu halagado de la esperanza de la próxima libertad de aquel valiente militar, regresé donde el Mariscal a quien informé de la contestación de Montiel repitiéndole las mismas palabras con que la dio. No bien acabé de hablar y con no poca sorpresa mía, el Mariscal, con la fisonomía toda demudada y dando un fuerte golpe con el pie al suelo, dijo con energía y voz airada, - “Miente ese pícaro!...” Enseguida, con una indicación de cabeza me dio venia para retirarme.
He ahí toda la intervención que tuve en el asunto de Montiel. Ya con posterioridad, supe después en el cuartel general que Montiel, como otros, acusados más o menos del mismo género de delito, habían sido pasados por las armas!... ¿A quién la responsabilidad por tan triste suceso? - A los espías en primer lugar, y segundo, al Mariscal, que daba crédito a los ligeros y falsos informes de aquellos a fin de estimular su celo, prescindiendo de mandar proceder a una prolija investigación para saber la verdad que hubiese en cada caso.
La misma suerte le cupo al subteniente Justo Balbuena.
Habiendo abandonado con la noticia de la aproximación del enemigo, el piquete o guardia que mandaba en Capiatá, se refugió solo en Itauguá que ya entonces estaba evacuando y, después de algunos días de permanencia en una casa abandonada fue encontrado y llevado por los espías.
Muchos o la mayor parte de esos dispersos no iban a presentarse en Azcurra, porque consideraban naturalmente que después de la derrota de Lomas-Valentinas la guerra había terminado, ignorando que el Mariscal hubiese salvado su vida de tan terrible desastre.
Es difícil, si no imposible hallar una razón que justifique la conducta del Mariscal en la matanza de tantos hombres, por motivos insignificantes que ni el estado de guerra en que nos encontrábamos podría darles el carácter de gravedad que fuera necesario para la aplicación de una pena tan tremenda. Cuando escuchaba alguna alegación a favor de aquellos desgraciados, víctimas con frecuencia de faltas por su ignorancia más que de ningún propósito malicioso o criminal, contestaba: “La Patria no necesita para su defensa de sus malos hijos!...” Si el resultado da el valor moral de nuestros actos como justificativos del fin que perseguimos, fácil es establecer la apreciación a que se presta un proceder que sobre ser injusto y cruel, cooperaba poderosamente a favor del enemigo, cuyo interés consistía en disminuir el número de los que le combatían para abreviar la consecución de sus propósitos.
Pero fuere ello como fuese, y, apartando por un momento la vista de tantos horrores, reasumamos la ilación de nuestro relato.
Con los dispersos que regresaban de Lomas Valentinas y los convalecientes de los hospitales, muchos de éstos aún no tenían sus heridas bien cicatrizadas, dio el Mariscal principio a la reorganización del ejército nacional, sirviendo a ella de base los pocos cuerpos regulares que se habían salvado por no haber tomado parte en los últimos combates.
En prosecución del mismo propósito y para elevar a alguna importancia el número del nuevo ejército, mandó hacer nuevos reclutamientos de viejos y muchachos de 14 y 15 años. Dispuso también que además de las guarniciones de Cerro León consistentes en dos batallones de infantería y un regimiento de artillería, se presentasen en Azcurra las de Carapeguá, Caapucú, Caacupé, San José y otros lugares. De esta manera, cuando el ejército aliado se acampó en Pirayú (25 de mayo de 1869), ya el mariscal contaba con 12.000 hombres organizados con 18 piezas de artillería de plaza y otras tantas ligeras de campaña.
Cerro León no fue del todo evacuado. Cuando fueron llamados a Azcurra los cuerpos que allí se encontraban, quedó una guarnición de 660 hombres al mando del mayor Sosa, - (después coronel).
Las nuevas divisiones llevaban los nombres de los jefes que los mandaban y eran las siguientes:
División Carmona, compuesta de 3 batallones;
Idem Franco “ “ 3 “
Idem Delvalle “ “ 3 “
Idem Escobar “ “ 4 “ (6,7,20 y 21)
A más de estas divisiones, había algunos cuerpos sueltos tales como los batallones Riflero, Maestranza, Suelto, San Isidro, Marinos y Acãmorotí. Todos éstos ascendían a unos 4.000 hombres próximamente. Los batallones que componían las divisiones ya mencionadas no habrán tenido arriba de 300 a 350 plazas cada uno. - Estos cuerpos organizados, que como dijimos, han servido de base a la reorganización del ejército, han estado al principio bajo el mando en jefe del capitán Romualdo Núñez, inclusive toda la artillería, hasta que sus respectivos jefes que seguían en los hospitales, curándose de sus heridas fueron declarados de alta y volvieron al servicio activo.
También había una división de caballería compuesta de los regimientos 1º, 5º, 11º, 12º y 24º, al mando en jefe del general Caballero que hacía el servicio de vanguardia en la parte norte del arroyo Pirayú. La primera brigada formaban el 1º y 5º al mando del comandante Genes y la 2ª formaban el 12º y 24º al de igual clase Victoriano Bernal.
Su guardia avanzada, con dos piezas de artillería ligera estaba colocada en la estación de Tacuaral. La del enemigo llegaba a veces hasta allí, encontrándose acampada su vanguardia sobre el puente Yuquiry. El servicio de avanzada hacía el regimiento 11 al mando del mayor Anselmo Cañete.
Una ocasión, una partida de descubierta enemiga se adelantó hasta muy cerca de la estación, trayendo por delante, con gente armada, la máquina o locomotora del ferrocarril de Asunción a Paraguarí. Se tirotearon con los nuestros; pero cuando vieron que entre las balas de fusil iban también algunos tiros de cañón, retrocedieron precipitadamente.
Las disposiciones defensivas tomadas por el Mariscal, autorizan suponer que alimentaba la creencia en que el enemigo, al abandonar la capital para proseguir su campaña, trataría de iniciar sus operaciones contra nuestra posición con un movimiento envolvente por Altos o Atyrá, en orden a cortarnos la retirada y comprometernos a una batalla definitiva. Llevado sin duda, de esta persuasión atendió con preferencia su derecha, extendiendo por las altas cumbres de la cordillera su línea de defensa hasta el paso de Atyrá.
A la izquierda de esta línea se encuentra el pueblo de Piribebuy, y habiendo sido declarado por el Mariscal capital provisoria de la República poco antes de los combates de Lomas Valentinas, el vicepresidente, don Francisco Sánchez, en virtud de orden que recibió, se trasladó allí de Luque con todos los empleados civiles y judiciales, el tesoro y archivo nacionales y una gran cantidad de alhajas de oro y plata pertenecientes a las iglesias de Asunción.
Alrededor del pueblo se mandó levantar una trinchera, defendida por 1.600 hombres de infantería y 12 bocas de fuego, al mando del teniente coronel Pablo Caballero. Piribebuy se encuentra en una hondonada, dominada por consiguiente por terrenos de mayor elevación. Esta circunstancia natural hacía que aquella posición fuese poco aparente para verificar una resistencia eficaz contra un ataque serio del enemigo.
Por aquel mismo tiempo en que se dispuso el cambio del asiento del P. E. se ordenó también la traslación de la mayor parte del arsenal de la capital a Altos por la laguna de Ypacaraí.
Muchas de las piezas fueron abandonadas en las playas por falta de elementos de movilidad y buena disposición. Pero el Mariscal, tan pronto como se instaló en Azcurra en vista de la necesidad de improvisar elementos de defensa dio orden al general Resquín para que, sin pérdida de tiempo hiciese conducir aquellos útiles o piezas de máquinas a Caacupé. Así lo hizo, estableciéndose allí en poco tiempo una fundición donde fueron vaciados 18 obuses cortos de bronce, y 2 cañones de a 3 rayados destinados al uso de la caballería.
Estos trabajos fueron ejecutados bajo la inmediata dirección del alférez Giménez y el capitán Thompson, ambos de nacionalidad paraguaya. Durante el mes de enero de 1869 hubo muchos ascensos de jefes y oficiales para reemplazar a los que habían muerto en los últimos combates, o que habían caído prisioneros. Así mismo fueron varios condecorados con las insignias de la orden Nacional del Mérito, entre quienes iba incluso el que escribe estos apuntes, confiriéndosele la estrella de oficial de dicha orden.
Cuando hubo terminado la organización de los cuerpos, a fin de adiestrar a las tropas en el manejo de armas y evoluciones tácticas, hacían parte de tarde ejercicios en una planicie abierta que quedaba más abajo del cuartel general, y era sorprendente el progreso que hicieron en agilidad y porte marcial en breve tiempo, al grado de inspirar una fundada esperanza de que su comportamiento futuro en los combates sería digno de los que le precedieron. (Ver Anexo)
Sin embargo, los repetidos reveses que sufrió el ejército nacional en los campos de Villeta, no pudieron menos que quebrantar el espíritu tanto de los jefes como el del resto de las tropas. Por esta razón, no bastaba atender solamente la disciplina y la organización material de éstas, a fin de responder satisfactoriamente a las reglas tácticas en las acciones, sino también . y tal vez esto sea lo más importante, procurar de alguna manera mejorar su moral, inculcándole los principios de los rigurosos deberes que impone el patriotismo y el honor en frente del enemigo. Es sabido que el soldado instruido en las máximas de la moral militar, arrostra y soporta todo cuando se trata de la gloria y del honor de la patria: fatigas, hambre, sed y penalidades de todo género, sufre con paciencia y resignación sacando fuerza y vigor de los grandes recuerdos que se registran en a historia de la religión cristiana y de los ejemplos de heroísmo que nos han transmitido los anales de los pueblos más cultos que honraron con sus virtudes, su ciencia y civilización a la humanidad.
El Mariscal, al parecer, penetrado de esta necesidad, estableció una especie de Academia o Conferencia, donde se reunían los jefes superiores y comandantes de cuerpos a discutir y cambiar ideas sobre asuntos relativos a disciplina. Para esto, el Mariscal que asistía en esas reuniones diarias manifestó el deseo de que cada uno expusiera las medidas que hubiese tomado en el sentido de mejorar las condiciones físicas y morales de sus tropas, acordando libertad para la emisión de las ideas y opiniones acerca de los puntos en discusión. No obstante esta manifestación, brillaba en aquellas reuniones la elocuencia del silencio: primero por la falta de costumbre de discutir en asamblea, y segundo por la falta de garantía de que los conceptos u opiniones emitidos no tuviesen para su autor más consecuencia que la refutación.
Pero desgraciadamente, en filosofía histórica es ya una verdad indiscutible con carácter de axioma que un elemento de mejora o de progreso en manos de los déspotas se corrompe o degenera, convirtiéndose en nuevo instrumento de opresión y tiranía. La conferencia que en su origen era buena, útil y necesaria, muy luego resultó que no era sino un medio escogido para sondear y descubrir los verdaderos sentimientos de los concurrentes respecto a la dirección y marcha de la defensa nacional.
En corroboración de esta verdad, tenemos el caso del capitán Alberto Cálcena que en una reunión de los oficiales de su cuerpo (porque debo advertir que también era permitida dicha conferencia en los cuerpos), usando de la especie de libertad que se había acordado, criticó las operaciones llevadas a cabo en los campos de Villeta, manifestando que el Mariscal se había equivocado en mandar librar combates aislados, y que mejor resultado hubiera dado si hubiese concentrado todas las fuerzas que tenía en Lomas Valentinas, y las hubiese hecho pelear juntas.
Entonces uno de los presentes contestó:
- El Mariscal no puede equivocarse...
- El Mariscal, repuso Cálcena, es un hombre como cualquier otro, y por consiguiente, susceptible de equivocación. Sólo Dios no puede equivocarse, y él no es Dios!...
Este incidente llegó a oídos del Mariscal, y Cálcena fue condenado a andar sin espada por mucho tiempo. Esto sin citar los casos en que el Mariscal contestaba con agudeza y tono reprensivo a cualquier opinión o manifestación que en algo contrariase su modo de pensar. De esta manera la presencia del Mariscal en la reunión, equivalía a una coartación de la libertad que era indispensable para el desenvolvimiento del objeto con que se había fundado la Conferencia o Academia, y, muy en breve, como consecuencia natural, dejó de funcionar, y desapareció.
***
Una división de la escuadra enemiga, compuesta del acorazado Bahía, los monitores Alagõas, Ceará, Pará, Piauhy y Santa Catharina, y los cañoneros Ybahy, y Mearim al mando del barón del Pasaje, partió de la Asunción aguas arriba en el mes de enero, con el propósito de perseguir y apoderarse del resto de nuestra escuadra, consistente en unos 6 vapores. Cuando aquéllos estuvieron a la vista y apresuraron su marcha para dar caza a nuestros débiles buques, éstos penetraron en el Manduvirá, y para librarse de su persecución, echaron a pique al Paraguari en una de las partes más estrechas de la desembocadura de aquel río en el Yhagüy. Debido a esta operación, los monitores enemigos se vieron obligados a retroceder, y los nuestros continuaron navegando tranquilamente hasta llegar por el Yhagüy frente a la capilla Caraguatay.
Estos buques, antes de marchar de la Asunción, fueron desarmados. El encargado de esta operación fue el capitán Romualdo Núñez quien organizó un batallón con sus tripulantes montando en cureñas portátiles los cañones desembarcados. Dicho batallón, junto con el de Maestranza y el que mandaba el mayor Franco, constituían la guarnición de la capital en aquella época. De modo que sólo quedaron 30 hombres al mando del teniente Viera, en uno de aquellos para conducir aguas arriba los demás y cuidarlos hasta nueva determinación. (La guarnición de la Capital, que marchó para Lomas Valentinas, volvió del camino de Yaguarón para Azcurra, según dijimos al final del Cap. X, T. III, Pág. 319.)
Por la poca profundidad del Manduvirá, y la estrechez de su cauce o canal en algunas vueltas, sólo pudieron penetrar en él los monitores. Persistente en su empeño el barón del Pasaje de apoderarse de nuestros buques, remontó aquel río hasta la altura del pueblo de Caraguatay, donde éstos estaban anclados.
El Mariscal, informado de la presencia de los monitores brasileños en el mencionado puesto y de que el río bajaba, formó el proyecto de apoderarse de ellos. Con este fin, despachó de Azcurra el batallón de marina al mando del capitán de fragata Romualdo Núñez, con instrucción de incorporarse un regimiento de caballería (acãmorotí) que, a las órdenes del mayor Montiel, exploraba la costa del Yhagüy, y de obstruir el paso de Garayo, o cualquier otro bastante estrecho, a fin de impedir que pudiesen regresar los buques enemigos.
El capitán Núñez, en cumplimiento de su comisión, mandó echar en el mencionado paso, carretas encadenadas, gran cantidad de piedras arrancadas del cerrito de ese mismo punto y gruesos trozos, y ramas de madera fresca cortados en los bosques vecinos.
Pero una fuerte y continuada lluvia que cayó hizo crecer el río extraordinariamente, permitiendo a los monitores descender sin dificultad, burlándose de los obstáculos que con tanto trabajo había mandado colocar el capitán Núñez. Las tropas colocadas a la costa del río, le hicieron fuego al pasar; pero sin causarles el menor daño.
A principios de mayo 1869, el ejército aliado que ocupaba la Asunción, empezó a ponerse en movimiento, acampándose, primero, en Yuquyry, más allá de Luque, y luego extendió su línea hasta Patiño-cué. Desde allí, los jefes aliados lanzaron varias partidas exploradoras a los departamentos vecinos:
Itauguá, Itá, Yaguarón y Capiatá, y también al interior, hasta el departamento de Ibycuí; cometiendo en todos esos pueblos actos de violencia censurable ante los ojos de la civilización moderna.

ANEXO
ANÁLISIS DEL MAYOR ANTONIO A. GONZÁLEZ

La reorganización del Ejército nacional en este último período de la cruenta campaña, constituye uno de los capítulos más interesantes de la guerra al Paraguay, si no por las enseñanzas de orden meramente técnico, por las de orden moral.
El coronel Centurión, testigo y actor en esos hechos, como que ya ocupa durante este período final de la guerra el importante cargo de Jefe de la Mayoría del Cuartel General, describe los sucesos con conocimiento mucho más profundo que los anteriores.
Su posición espiritual, según se deja ver ahora, varía casi diametralmente con respecto a la que venía ocupando forzadamente hasta ahora, y en esta variación indudablemente influyen dos circunstancias: la visión cercana de los hechos desde una ubicación central y más elevada que antes, y el posterior despertar de la conciencia nacional, que se produce precisamente cuando Centurión asume la tarea de escribir el cuarto tomo de su obra.
Después del aniquilamiento total del Ejército nacional en la breve pero terrible campaña de la zona de Villeta, todo indicaba que la guerra no podría ser proseguida. Así lo entendió el mariscal de Caxías: el Paraguay parecía haber recurrido a todos sus recursos en hombres, en economía y en fuerzas morales en los cuatro años de lucha agotadora, y una lógica elemental dejaba deducir que la retirada del Mariscal López perseguía como finalidad su desaparición definitiva del escenario nacional y el sometimiento del Paraguay.
Sin embargo, el Jefe brasileño se equivocaba rotundamente: a pocas semanas de su enfática declaración de haber concluido la guerra y de la entrada triunfal de los ejércitos aliados en Asunción, se producía el hecho más sorprendente de toda la campaña: el Ejército paraguayo, bajo la dirección de su invencible caudillo, surgía como por encanto en la Cordillera, proclamando con los hechos que la guerra estaba lejos de su fin.
¿De dónde y de qué Nación y el Mariscal extrajeron hombres y recursos para la organización del último Ejército? De la tremenda voluntad del Mariscal y de la decisión no menos tremenda de su pueblo que se sentía unido a su Jefe. De un conjunta de valores morales, de una energía incomparable que alguna vez constituirá el más valioso patrimonio de América.
El Ejército de 1869, el último Ejército paraguayo, no podía tener la solidez del que había desaparecido en Itaihvaté: su personal era en gran mayoría ancianos, heridos convalecientes y niños de corta edad. Su material para vivir y para combatir era ilimitadamente exiguo.
El coronel Centurión relata con frases de gran belleza realista, los increíbles esfuerzos del mayor Escobar (el sargento de infantería ascendido a alférez al día siguiente de Curupaihtíh, que después de la guerra llegaría a general de división y a presidente de la Nación) para salvar y agrupar a los heridos que huían de Itaihvaté, y para conducirlos al lugar en que el Ejército nacional renacía. Nos relata también los no menos increíbles trabajos para transportar algunas máquinas del antiguo arsenal de Asunción a través del lago Ihpacaraí y de la Cordillera hasta Ca.acupé, y la extrema penuria de oficiales para encuadrar las nuevas unidades.
La base del personal fue dada por algunas pequeñas unidades de veteranos que no alcanzaron a combatir en la última batalla: el batallón Maestranza, restos del Rifleros, restos del famoso regimiento Acãcarayá, los marinos agrupados en batallón y la guarnición de Asunción. Los huidos de Itaihvaté, los escapados desde el día siguiente de la victoria aliada, los heridos convalecientes y los reclutas de la campaña constituyeron el resto del nuevo Ejército nacional.
Se ha dicho que el Mariscal, en el ansia innoble de sostener su mandato por algún tiempo más, impuso medidas de tremendo rigor para obligar a niños y ancianos a presentarse al Cuartel General. La mentira vergonzante, hechura de gente de espíritu inferior a la magnitud de los hechos, se deshace de por sí misma: el Mariscal, sin Ejército, casi solo, frente a un adversario que tenía el dominio libre de todo el país, carecía de recursos y de medios para imponer su autoridad. Nada más fácil al pueblo paraguayo, que huir a los bosques esperando la ayuda del vencedor y eludiendo el llamado del Jefe supremo.
La inmensa mayoría de los niños y de los ancianos que concurrieron de todas las comarcas del interior para tomar las armas, lo hicieron voluntariamente: las propias madres acompañaban a sus hijos y los presentaban al Mariscal personalmente, e invariablemente se despedían de ellos, de regreso al hogar, encargándoles repetidas veces que nunca eludiesen el cumplimiento del deber y especialmente que jamás, que en ningún caso, se mostraran cobardes frente al enemigo, so pena de maldición materna.
Como es bien sabido en el Paraguay y aún más en el viejo Paraguay, la maldición de la madre vale tanto como la excomunión.
¿Qué finalidad perseguía aquel caudillo de poderosa voluntad, aquellos soldados desarmados, heridos, imberbes o canosos, aquellas madres animosas que apretaban el corazón para no llorar al hacer la señal de la Cruz sobre las cabezas infantiles? El Jefe y el pueblo bien sabían que la victoria era imposible, inalcanzable; ya no se podría ganar la guerra, ni siquiera merced a un milagro: se trataba simplemente de combatir hasta sucumbir, sin aceptar ni la derrota ni la piedad del vencedor, para legar a la Nación una herencia moral que pudiera superar al vencimiento inevitable. La finalidad que se propusieron el caudillo, el soldado y las madres, es decir el Ejército nacional de 1869, fue alcanzada ampliamente: la Nación paraguaya debe su existencia al sacrificio de aquella generación de mártires.
La base material del Ejército fue insignificante y su acumulación y preparación ofrecen interesantes aspectos morales. En enero de 1869 no había artillería ninguna: todo se había perdido en las Lomas Valentinas.
Durante enero y febrero, el Mariscal pudo alistar algunas pequeñas piezas volantes de las fundidas en los arsenales de Asunción y de Ihvihcu´i, agregándoles cureñas de circunstancias, y emplazándolas en la falda de la Cordillera. En Ca´acupé el capitán Carlos Thompson, de antigua familia paraguaya, vació, taladró y rayó buen número de piezas de campaña, con máquinas llevadas anticipadamente de Asunción.
Los fusiles eran escasísimos y apenas había munición y pólvora. La compostura proveyó alguna cantidad, y soldados se ofrecieron para cruzar el gran Estero Ihpecuá, llegar a las Lomas Valentinas y recoger los fusiles abandonados durante las batallas anteriores de diciembre. Esta hazaña, que no deja de tener sus ribetes de jocosidad, permitió obtener más de 700 fusiles amén de abundante munición y equipo. No obstante, la mayor parte del personal sólo recibió como toda arma o un machete o una lanza: el combate de los cuerpos de lanceros a pie debía consistir en clavar el regatón contra el pie izquierdo, inclinar el busto hacia adelante doblando la pierna derecha y recibir al caballo enemigo con la punta de la lanza, esquivando el mandoble para después aniquilar al jinete en combate a pie, a machete o a cuchillo.
Esta fue la instrucción que se impartió a la mayor parte de los reclutas, niños y ancianos del Ejército de 1869, y con esta táctica de landsquenete se dieron las últimas batallas de la campaña.
La solidez de los mandos debió resentirse a consecuencia del gran número de ascensos en los cuadros inferiores y en la tropa, y asimismo, la organización de las unidades inferiores y operativas tuvo que sufrir la influencia de la enorme escasez de personal y de material: la constitución de cuatro divisiones de igual número de batallones y de efectivos, da idea de que en esta faz de la campaña, el Mariscal amolda la organización más a los fines de instrucción que a los operativos. En efecto: tan pronto el enemigo reinicia sus marchas ofensivas, el Ejército paraguayo tendrá que adaptarse en cada caso a las imposiciones de las misiones operativas y estratégicas a cumplir en cada caso, y de esta manera, en ninguna de las campañas de 1869, veremos operando a una o varias de las Divisiones constituidas en Ascurra, sino a Divisiones constituidas de acuerdo a las circunstancias, más o menos numerosas en batallones y en regimientos conforme a la tarea a desarrollar.
La pasividad del enemigo contribuyó en mucho para conceder al Mariscal el tiempo que necesitaba para la organización del nuevo Ejército. Esa inactividad sin duda obedeció a varias causas: la necesidad de descanso después de los intensos esfuerzos que significaron las marchas por el Chaco y las duras luchas de diciembre anterior, las grandes pérdidas sufridas en estas luchas, y finalmente, la sensación de que la guerra había concluido y las complicaciones de orden moral que surgieron ya en el personal, ya en la organización, ya en la actividad del Ejército brasileño, con motivo del alejamiento del marqués de Caxías y de la asunción del comando en jefe por el conde D.Eu.
Sin embargo, ni la fatiga, ni las pérdidas, ni las complicaciones, ni ninguna otra causal de estos géneros, ni todas ellas reunidas, son suficientes para explicar satisfactoriamente la inactividad del Ejército brasileño en este período de la campaña. El hecho cierto, que permanece en la oscuridad, cuando menos desde un punto de vista exclusivamente militar, es que los aliados, podrían haber concluido la guerra en los dos primeros meses de ese año, ya que durante todo ese tiempo no sólo podrían dominar todo el interior del país con su caballería, impidiendo la reunión del nuevo Ejército paraguayo, sino también carecían de adversario digno de consideración en su frente. Las razones de esa inactividad, en consecuencia, deben ser buscadas en otro terreno que el militar, acaso en el político y aún en el sentimental.
Abandonemos este ingrato aspecto de la conducción de la guerra, y continuemos ya con las consideraciones sobre el nuevo y último Ejército que el Mariscal aprestaba para la campaña final.
¿Cuál era el efectivo del Ejército de Ascurra? En páginas más adelantadas, Centurión nos habla de 12.000 hombres en la segunda quincena de agosto, cuando la retirada en dirección al Norte. A esta cantidad, habrá que agregar las siguientes: 1.300 en Tupijhû a órdenes del coronel Galeano, 1.600 perdidos en Pirivevui el 12 de agosto, 1.600 bajas habidas de enero a agosto en las breves campañas de Ihvihtihmí y Tevicuaríh, y aproximadamente otros 1.000 de pequeñas guarniciones alejadas (Ihvihcu´i, Villarrica,
etc.). El total sería pues de unos 17.000 hombres.
Pero en este caso como en el de los efectivos dados en el comienzo de la guerra, es fácil descubrir que las cantidades han sido abultadas en mucho: en el desarrollo posterior de la campaña, esos 17.000 hombres no aparecen por ninguna parte. Se diluyen en el vacío sin dejar rastro.
El efectivo total del Ejército de 1869, comprendiendo los destacamentos del Norte (Concepción, Tupijhû) y del Sud, no pudo ser más de 11.000 a 12.000 soldados.
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Asunción, setiembre de 2005.